La Jornada

Sol de invierno

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Marcia: –Por estas fechas siempre se quedan en la Residencia las mismas cinco huéspedes. Rebeca es la mayor. En junio cumplió noventa, es la más animosa y con más iniciativa. El año pasado tuve libre el 24. Antes de que terminara mi turno, Rebeca fue a mi oficina para decirme que ella y sus compañeras estaban hartas de pasarse la Nochebuena mirando la tele y comiendo lo mismo. Esta vez, que quizá fuera el último diciembre de sus vidas, querían hacer algo distinto y me pidió permiso para organizar una fiestecita. Se lo di porque nunca imaginé lo que tenía planeado.

Orestes: –¿Meter hombres a la casa?

Marcia: –Hombres ¡no! Nada más a Alex. Él se ofrecía en el periódico como animador de fiestas privadas. Rebeca leyó el anuncio y, de acuerdo con sus amigas, lo llamó para preguntarl­e cuánto cobraba por amenizar dos horas. Seteciento­s pesos no era una cifra inalcanzab­le. Entre todas podían juntarla y dársela en efectivo. Cerraron el trato. Alex llegó el 24 a las siete, disfrazado de Santa Clos, y en el Salón de Usos Múltiples se fue quitando la ropa y bailó con ellas todo lo que quisieron: danzones, tangos, cumbias.

Orestes: –¡Te desconozco! ¡No puedo creer que te hayas prestado a semejante desmadre!

Marcia: –No sabía nada hasta que me lo dijo el velador. Enfurecida, mandé llamar a las infractora­s para reclamarle­s que por un capricho se hubieran arriesgado a la expulsión y de paso a la mía. La responsabl­e de todo era Esther. Indignada por su abuso de confianza, le pregunté a gritos qué se había ganado organizand­o semejante fiesta. Como si esperara mi pregunta, me respondió: “Algo maravillos­o –que por su juventud tal vez no entienda–: sentir el calor del Sol en pleno invierno.” Me conmovió. Ya te lo dije todo. Contéstame: ¿aceptas ayudarme a darles la sorpresa?

Orestes: –Pero sin el disfraz de Santa Clos.

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