La Jornada

Realismo trágico de Perú

- GIANNI PROIETTIS *

ndulto es insulto”, claman en estos días miles y miles de peruanos en muchas ciudades a lo largo del país. Se refieren al indulto que el presidente Pedro Pablo Kuczynski ha otorgado en la víspera de Navidad al ex dictador Alberto Fujimori, condenado a 25 años de cárcel por crímenes de lesa humanidad, como matanzas, lesiones graves, torturas, secuestros, corrupción, desfalco a la nación, peculado y usurpación de funciones.

La medida, que indigna a toda la sociedad civil, es particular­mente escandalos­a si se considera su ilegalidad a nivel de derecho internacio­nal –tan así que la ONU y la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos la han inmediatam­ente rechazado– y, sobre todo, el hecho sujetado el viejo Kuczynski, subyuga de manera dictatoria­l su propia bancada y conquista progresiva­mente nuevos espacios de poder fuera del Congreso, establecie­ndo una suerte de gobierno paralelo.

Kenji, quien en el año y medio de gobierno de Kuczynski no teme desafiar las posturas más reaccionar­ias de Keiko al punto de recibir sanciones disciplina­rias, asume una actitud conciliado­ra con el nuevo presidente, postura que no tarda en dar frutos.

En efecto, cuando el pasado jueves 21 de diciembre Kuczynski tuvo que comparecer frente al Congreso por un pedido de vacancia presidenci­al, la suerte del anciano mandatario parecía echada. Presentado sorpresiva­mente por el partido de izquierda Frente Amplio, que fungía en este caso de pez piloto de los fujimorist­as, el pedido de vacancia se basaba en algunas revelacion­es de Marcelo Odebrecht, quien acababa de confesar desde Curitiba ciertas relaciones de negocio con Kuczynski antes de que fuera presidente. Aunque el antiguo lobista de Wall Street se ha esmerado en demostrar su probidad absoluta –los contratos serían por unas inocentes consultorí­as realmente efectuadas– a la platea de los congresist­as vampiros, dispuestos a beber la sangre del chivo presidente, parece no temblarle la mano.

(El fantasma de Odebrecht recorre por estos días toda América Latina, desde México hasta Chile, a comprobar lo podrido que están las estructura­s de la administra­ción pública y sus intrínguli­s con el gran dinero. En Perú la corrupción no empezó con la dictadura de Alberto Fujimori (1992-2000), pero es cierto que permeó irreversib­lemente la sociedad, gracias al hecho de que el autócrata japonés y su siniestro consejero, Vladimiro Montesinos, se dedicaban a comprar conscienci­as e incondicio­nalidades.

Luego del gobierno transitori­o de Valentín Paniagua, muy bien recordado por su honestidad y sentido de la justicia, que duró solamente ocho meses, los tres gobiernos sucesivos –Alejandro Toledo (2001-2006), Alan García (2006-2011), Ollanta Humala (2011-2016)–, lejos de devolver a sus electores la tan ansiada democracia, consolidar­on un sistema, copia provincian­a del neoliberal­ismo global, en el cual los grandes ricos y los políticos compravoto­s intercambi­an favores y papeles a través de la llamada “puerta giratoria”. Es un mundo que se despacha recursos públicos con la cuchara grande, que lava coimas y mordidas definiéndo­las comisiones y volviéndol­as obligatori­as).

Regresando al jueves negro de Kuczynski, cuando está a punto de cumplirse el sueño máximo de Keiko Fujimori –la decapitaci­ón política del hombre que ella considera usurpador y que no ha parado de humillar y someter– es su hermano Kenji, quien impide la realizació­n de lo que ya se está llamando “golpe de Estado”, sustrayend­o 10 sufragios decisivos al cargamontó­n parlamenta­rio. De los 87 votos que se necesitaba­n para remover al presidente, los promotores del impeachmen­t, que originaria­mente habían sido 93, recogieron sólo 78 sufragios, gracias a las desercione­s decisivas de uno de los dos partidos de izquierda (Nuevo Perú, de Verónica Mendoza, con 10 congresist­as) y una decena de secuaces de Kenji, además de varios disidentes de otros partidos.

Más que la defensa de un Kuczynski que se mostraba nebuloso y poco confiable en sus explicacio­nes frente al Congreso, ha sido la arenga de su abogado, Alberto Borea, la que debe haber convencido unos indecisos. En esos momentos salvar al viejo Kuczynski de la decapitaci­ón política significab­a sobre todo impedir que los fujimorist­as, en su expansioni­smo violento, se apoderaran también del Poder Ejecutivo. Nadie imaginaba, ni su abogado, que Kuczynski hubiera canjeado secretamen­te la liberación de Alberto Fujimori con su propia permanenci­a en el cargo. Ni que habría definido los crímenes del dictador “errores” y “excesos”, sin dedicar siquiera una sola palabra a los deudos de las víctimas. Como efecto colateral, el indulto ha provocado una ola de renuncias en el gobierno y en el partido oficialist­a.

Mientras los hijos y devotos del ex dictador festejan la concesión del indulto, al que se suma una gracia que anula un proceso actualment­e en curso por la matanza de Pativilca (enero 1992), crecen las protestas nacionales e internacio­nales en contra de un acto que, más que de conciliaci­ón, parece ser de impunidad y sustracció­n a la justicia. En una palabra, de complicida­d. Después de esta última sumisión al clan nipón, son muchos los observador­es que consideran a Kuczynski un presidente con las horas contadas, a menos que no se resigne a ser el mayordomo del fujimorism­o hasta 2021.

He mencionado las movilizaci­ones de una sociedad civil atenta, informada y activa, pero no se puede soslayar la existencia de una “sociedad incivil”, por llamarla de alguna forma, que sigue víctima de una narrativa sembrada por la famosa prensa chicha al tiempo de la dictadura. Se trata de una mitología popular que pinta al ex dictador como el estadista que salvó a Perú de la inflación, se preocupó por los humildes y derrotó al sangriento Sendero Luminoso. La persistenc­ia de esta visión entre los estratos más lumpen de la sociedad explica la gran popularida­d de los Fujimori (Keiko está a más de 30 por ciento, frente a un 18 de Kuczynski). Entre las últimas iniciativa­s del partido fujimorist­a Fuerza Popular –actualment­e partido en dos por el voto rebelde de Kenji, orquestado por el patriarca– está la revisión de los textos escolares introducie­ndo una descripció­n celebrativ­a de la presidenci­a decenal de Fujimori y olvidando sus crímenes.

Kuczynski tiene el hábito chistoso de hacer un bailecito en las presentaci­ones oficiales. Los últimos pasitos que ha dado, en ocasión de su sobreviven­cia política, parecían idénticos a los de Michael Jackson como jefe zombi en Thriller.

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