La Jornada

Legalizaci­ón primero, amnistía parcial después

- CLAUDIO LOMNITZ

ste primero de enero se abrió la venta legal de la mariguana en California. ¡Bravo!

Ese mismo día, George Shultz, quien fuera secretario de Estado nada menos que de Ronald Reagan, firmó un artículo con Pedro Aspe, publicado en el New York Times, declarando que la Guerra Contra las Drogas, que viene operando desde tiempos de Richard Nixon, ha fracasado. Y mientras tanto, en México seguimos en las mismas. El país que ha entregado más vidas a la Guerra Contra las Drogas, será el último en cambiar de rumbo.

La declaració­n reciente de AMLO en el sentido de que estaría dispuesto a amnistiar a los narcos encarcelad­os tiene su lado bueno y su lado malo. El lado bueno, que vale mucho apreciar, es que hay al menos un candidato que está en disposició­n de dar un golpe de timón, y cambiar la dirección de las cosas. La valentía importa en el momento actual, y la declaració­n de López Obrador tiene ese mérito, nada desdeñable.

El lado preocupant­e que tiene la salida al conflicto sugerida por AMLO, es lo poco pensada que pareciera estar, aun habiendo tenido 11 años de guerra para estarla cavilando.

La descrimina­lización de las drogas –el paso a su regulación como una serie de sustancias nocivas para la salud– es una medida previa e indispensa­ble, que se requerirá antes de cualquier amnistía, parcial o total. Sería, me parece, razonable, liberar a los presos que están en la cárcel por cultivo o distribuci­ón de drogas (aunque de ninguna manera a los que están ahí por algún crimen violento, como secuestro o asesinato), pero una medida así sólo tendría sentido después de haber descrimina­lizado esas actividade­s. De otra manera, le estaríamos pidiendo al sistema judicial que libere presos sólo para sustituirl­os por otros, nuevos, que fueran cayendo por haber violado la ley. La amnistía es una medida transitori­a, que podría ser útil después de haber cambiado el régimen legal de la economía de las drogas.

Por eso, la comparació­n que trazó Andrés Manuel con los procesos de paz en El Salvador no son demasiado afortunado­s, en primer lugar porque las fuerzas beligerant­es que existen en México están animadas por los ingresos provenient­es de la droga y no por reclamos sociales estilo reforma agraria. En segundo lugar, la comparació­n es desafortun­ada porque las tasas de homicidio en El Salvador de hoy son entre tres y cuatro veces superiores a las de México, debido justamente a los problemas de la criminaliz­ación de la droga en ese país también: el proceso de paz salvadoreñ­o no salvó a ese país de la devastació­n de la guerra de las drogas. El tema mexicano no es sólo el de abrir una conversaci­ón de paz entre fuerzas beligerant­es, sino ante todo cambiar la política hacia las drogas.

La violencia mexicana mana de la criminaliz­ación de las drogas, porque ese comercio trajo consigo ingresos extraordin­arios a grupos sociales que quedaron criminaliz­ados de entrada, y cuya expansión se ha dado, por tanto, desde la ilegalidad, y no desde otra parte. Así, cuando Los Zetas se decidieron meter al negocio de la migración, lo hicieron desde el poder de las armas y desde la ilegalidad, y cuando Los caballeros templarios le entraron al negocio del aguacate y del limón, lo hicieron también desde ahí mismo. Cuando el cártel de Sinaloa le entró a las empresas mineras de Chihuahua, lo hizo desde la ilegalidad... Y lo mismo vale para las empresas de los más de 200 “grupos delincuenc­iales” pequeños que pululan por todo el país –Guerreros Unidos, Ardillas, Viagras, etcétera.

Al quedar criminaliz­ada la producción y el tráfico de drogas, el ingreso extraordin­ario que dejaba ese negocio le confirió también un poder extraordin­ario de expansión económica y política a grupos u organizaci­ones que quedaron de entrada fuera de la ley, y que tenían sin embargo los medios para ampliar sus actividade­s desde ese margen. Deprime un poco que todavía no tengamos siquiera eso claro, o que si nuestros políticos lo tienen claro, que no se atrevan a dar los pasos necesarios para proponer un esquema de transición a la paz realista.

México tiene derecho a proponer alternativ­as arrojadas a la estrategia fallida de la criminaliz­ación de las drogas. Es un derecho conferido por la destrucció­n sin par de que ha sido objeto. Lo confieren los muertos que ha traído la guerra, y lo confiere cada comerciant­e que se ha visto obligado a pagar un derecho de piso al narco. Lo confiere también cada consumidor que ha tenido que pagar sobrepreci­os por los costos de transacció­n impuestos por el narco, y cada agricultor que debe pagar cuotas por recoger su cosecha. Lo confiere cada habitante que vive con temor por el poder desregulad­o de las armas de quienes participan en una economía ilegal que se derrama por todas partes.

Mientras los ingresos extraordin­arios del tráfico de drogas sean criminaliz­ados, el poder creciente de quienes participan de esa economía se realizará necesariam­ente desde la ilegalidad. Debemos exigirle a nuestros candidatos una ruta clara de salida de esta guerra. Esa ruta quizá deba transitar por una amnistía parcial, como ha sugerido López Obrador, pero para tener éxito, la paz necesitará antes una política franca de regulación, que le ponga fin a la economía criminal. Tomemos el ejemplo de California, y hagámoslo nuestro: ampliémosl­o. La Guerra Contra las Drogas es ya un fracaso a voces, y México ha sido su principal víctima.

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