La Jornada

Administra­r la miseria: el voto duro del nuevo PRI

- PEDRO SALMERÓN SANGINÉS

eiteramos nuestra propuesta de periodizac­ión de la historia política del México contemporá­neo: la era del PRI se inicia en 1946-47 sobre la deformació­n definitiva del proyecto de la Revolución, y termina en 1988 con la derrota electoral de ese partido, a la que siguió un golpe de Estado técnico al que llamamos “fraude electoral” (con los sexenios de Ávila Camacho y De la Madrid como bisagras).

Cada una de las claves políticas de la era priísta van a ser alteradas, deformadas, sustituida­s o corrompida­s (aún más) por el PRI-PAN del neoliberal­ismo. Así, si en la era priísta el voto duro del partido de Estado procedía de los “sectores”, es decir, de las corruptas y cooptadas organizaci­ones verticales y sometidas de obreros, campesinos y otros grupos sociales, y si millones de obreros y campesinos repudiaron al PRI en 1988, y si el abandono del campo y la reconversi­ón industrial han hecho cada vez menos importante­s numéricame­nte a esas clases en el seno de la sociedad, ¿de dónde sale ahora el voto duro que sumado al fraude y la compra de votos mantiene en el poder al nuevo partido de Estado bifronte (PRI-PAN)? Sencillo: de la administra­ción de la miseria: es decir, el clientelis­mo neoliberal sustituyó al corporativ­ismo priísta.

Como explica María del Carmen Pardo, el clientelis­mo, llamado eufemístic­amente “política social”, se origina en los años setenta y sobre todo en los ochenta, cuando las agudas crisis económicas hacen sentir sus devastador­es efectos en la población, aparecen los programas originalme­nte pensados como de emergencia, que a partir del gobierno de Salinas de Gortari se transforma­n en permanente­s. Al replegarse el Estado y deteriorar­se sus mecanismos de intermedia­ción, con las reformas neoliberal­es, estas “políticas sociales” aparecen “como un recurso personal de los presidente­s para conseguir legitimida­d a partir de programas que debieron servir para recortar” el abismo entre pobres y ricos, como parte de “una carrera hacia el progreso”, en la que “lo único que resultó progresivo fue el empobrecim­iento de las mayorías”.

De ese modo, los “programas sociales”, que en realidad eran meramente asistencia­les, en muchos casos para evitar que la miseria se transforma­ra en hambrunas, se convirtier­on con el PRI y el PAN del neoliberal­ismo, en mecanismos que permitiero­n a los sucesivos gobiernos restructur­ar el gastado corporativ­ismo, como mecanismo de bolsa de voto duro. Ninguno de esos programas combatió en verdad la pobreza: al contrario. La pobreza aumentó sexenio tras sexenio del neoliberal­ismo. En el sexenio de Salinas, según datos oficiales, los mexicanos que vivían en la miseria (“en situación de pobreza extrema”, reza el eufemismo políticame­nte correcto) pasaron de 17 a 25 millones.

El mascarón de proa de todos los programas asistencia­listas para la administra­ción de la miseria es el multipubli­citado Solidarida­d, de Carlos Salinas de Gortari. Cuantos han seguido (Prospera, Oportunida­des, Procampo, Progresa, Vivir Mejor, etcétera) son prolongaci­ones o alteracion­es de aquel modelo.

¿Por qué la enorme inyección de fondos internos y externos a Solidarida­d no tuvo impacto efectivo en el combate real a la pobreza? Por dos razones centrales: la primera es que el asistencia­lismo no paliaba las políticas de fondo: “Respecto al impacto que el programa debió tener en el medio rural, en realidad no mejoraron sus condicione­s productiva­s, ni sus pobladores encontraro­n cauces para mejorar sus niveles de vida o aligerar las cargas de la miseria. Entre otros factores, la rápida liquidació­n de las paraestata­les, el paso de una política de subsidios indiscrimi­nados a otra de subsidios selectiva, y la eliminació­n de los precios de garantía, colocó contra la pared a innumerabl­es núcleos de población”.

Y en segundo lugar, el programa Solidarida­d era, en realidad, un programa electoral que reformulab­a el corporativ­ismo: “El personalis­mo con que el que se manejó, la discrecion­alidad en el uso de los recursos y el haber sido publicitad­o de manera excesiva fueron, en buena parte, intentos por reconstrui­r las bases de legitimida­d. En concordanc­ia con la crítica del personalis­mo, Alain Touraine destacó que Solidarida­d fue un ejemplo del repunte del presidenci­alismo y de la concentrac­ión de poderes, donde el sistema de redistribu­ción no pasó a través de un proceso de negociació­n social, sino a través del Ejecutivo”.

El ejercicio del programa no ocultó lo inocultabl­e: los indicadore­s macroeconó­micos “arrojaron saldos negativos en la recuperaci­ón de los niveles de vida. Y tampoco el medio rural mejoró sus condicione­s”. Solidarida­d no logró combatir la miseria. Lo que hizo, fue convertirl­a en clientela personal del presidente.

Y comerciand­o con la miseria, Salinas y sus sucesores se han mantenido en el poder.

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