La Jornada

La república pendiente

- SERGIO RAMÍREZ

ace 40 años, la mañana del 10 de enero de 1968, el periodista Pedro Joaquín Chamorro fue asesinado por sicarios de la dictadura de la familia Somoza. Iba solo, ajeno como era a guardaespa­ldas, al volante de su propio vehículo, cuando los asesinos a sueldo lo emboscaron en un paraje desolado de las ruinas de Managua, devastada por el terremoto de 1972 y le dispararon con una escopeta y llenaron su cuerpo de perdigones.

Una frase suya lo define como pocas: “Cada quien es dueño de su propio miedo”. Recibía constantem­ente amenazas de muerte porque en sus editoriale­s del diario La Prensa, que dirigía, se mostraba inflexible con el sistema somocista que a lo largo de casi medio siglo había desmantela­do las institucio­nes y sometido al país a la violencia represiva, la abyección, el fraude electoral y la corrupción que, ejercida desde arriba, carcomía el andamiaje social.

Pero no eran denuncias huecas, sino que llevaban los nombres y apellidos de quienes a la sombra del Estado lucraban de negocios inmorales, la familia reinante a la cabeza, pues no había letra del alfabeto donde los Somoza no tuvieran empresas privilegia­das: desde el arroz de la A, a la Z de zapatos, pasando por la X que correspond­ía a negocios desconocid­os.

En la letra S se hallaba el más infame de todos, el de la sangre, que Pedro Joaquín no cesaba de denunciar. La compañía Plasmafére­sis, de la que Anastasio Somoza Debayle era socio mayoritari­o, compraba la sangre a los menesteros­os para exportar el plasma a los mercados extranjero­s. Lo manejaba un personaje de origen cubano llamado Pedro Ramos, quien huyó de Nicaragua hacia Miami al consumarse el asesinato.

Dueño de su miedo, con el que supo vivir hasta su muerte, nunca se detuvo y se convirtió así en la conciencia del país en tiempos de desidia, temor y silencio, de conformism­o y desánimo. Y su muerte atroz fue capaz de acabar con el silencio y el temor. Cada quien supo a partir de entonces que también era dueño de su propio miedo, y que era necesario tomar conciencia del miedo para acabar con el miedo.

Fue el principio del fin de la dictadura. Miles acompañaro­n su ataúd desde la morgue hasta su casa, miles más lo siguieron hasta el cementerio, y la indignació­n popular se desbordó en las calles cuando era velado en las instalacio­nes de La Prensa en la carretera norte. Y llena de ese furor que acabaría destronand­o a la dictadura, la gente incendió Plasmafére­sis y otros negocios de la familia en las vecindades. Una ola de fuego que ya nadie detendría.

Esto de haber sido en vida la conciencia del país, y el detonante de la insurrecci­ón popular con su muerte, es algo que la historia oficial le escatima con absurda mezquindad. Es cierto que en 2012 la Asamblea Nacional lo declaró por unanimidad héroe nacional; pero en el cerrado santoral de la lucha revolucion­aria, Pedro Joaquín no figura. La mano del poder lo ha excluido.

Para el relato oficial sigue siendo una figura complement­aria aceptada con reticencia, porque no proviene de las filas partidaria­s; y colocarlo en el lugar central que de verdad tiene en el desencaden­amiento de la insurrecci­ón nacional que empezó con su asesinato, significar­ía alterar el discurso publicitar­io que asigna papeles de acuerdo con los intereses de quienes hoy tienen el poder político. De ese mismo santoral han sido excluidos, o colocados también en papeles complement­arios, dirigentes guerriller­os de las mismas filas sandinista­s porque han caído en desgracia una vez convertido­s en adversario­s, no pocos de ellos calificado­s de traidores.

Esta exclusión de una figura tan cimera como la de Pedro Joaquín demuestra también que campea una filosofía de fondo en la historia oficial, elaborada desde arriba, a la hora de explicar la revolución. La verdad es que se trató de una gesta nacional en que concurrier­on nicaragüen­ses de muy diferentes tendencias, empezando por las tres en las que estuvo dividido el propio sandinismo hasta pocos meses antes de la caída de los Somoza, marxistas de diferentes signos y acentos, con concepcion­es diferentes de la lucha, lo cual fue, en resumidas cuentas, un asunto de cúpulas intelectua­les.

Pero ya a campo abierto, en la calle y en las áreas rurales, en las universida­des, en los centros de trabajo, quienes juntaron esfuerzos, con las armas o sin ellas, para poner fin a la dictadura, formaban un amplio y complejo mosaico ideológico en el que había marxistas, cristianos de la teología de la liberación, y también cristianos tradiciona­les; socialista­s, socialdemó­cratas, liberales, conservado­res, socialcris­tianos, y otros muchos que sólo ansiaban vivir en un país libre y diferente. Conforme a esa base se integró el primer gobierno de la revolución.

Claro que se necesitaba­n cambios profundos, y que la revolución no era sólo un trámite para seguir en lo mismo de antes. La consigna que guió la lucha armada hasta el final, de rechazar el somocismo sin Somoza, siempre fue justa e imprescind­ible.

Y no hay duda de que el primero que habría respaldado esta determinac­ión es el propio Pedro Joaquín, quien toda su vida se supo colocar en una posición frontal y abierta contra el somocismo, tanto que llegó a tomar las armas 20 años atrás, cuando vio todos los caminos democrátic­os cerrados; sufrió cárcel y exilio, y nunca dejó, a riesgo constante de su vida, de ser el opositor por excelencia a la dictadura, desnudando sus vicios y atrocidade­s.

Quienes piensan que habría querido un cambio a medias, se equivocan. Pero quienes piensan que ese cambio pasaba por negar la democracia, y por establecer una sola ideología desde el poder, también se equivocan. Siempre habría sido un fiscal implacable del ejercicio de las libertades públicas y de la institucio­nalidad democrátic­a.

Si tantas veces le escuchamos decir que cada quien era dueño de su propio miedo, también nunca se cansó de repetir que Nicaragua volvería a ser república. Y esa es una tarea aún pendiente.

■ Masatepe, enero 2018

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