La Jornada

Chispas lejanas*

- ALFREDO LÓPEZ AUSTIN

migo Poeta, has invitado a comentar tu obra a un historiado­r que desentona. Contesto, debido al desentono, con más osadías que discrecion­es, declarando lo que Lascas, el título de tu libro, me provoca.

Acudo en mi apoyo a otro poeta. Zhuang Zi, el remoto taoísta, planteó un día: ‘‘¿Acaso puede haber hijos y nietos si antes no hubiera habido hijos y nietos?” La cuestión radica en que la historia está incompleta debido a que los historiado­res, a fuer de tajantes, somos injustos. La historia está cuajada de evas y de adanes porque en cada terrón del mundo se inventaron parejas primigenia­s y procreador­as. Pero en la estricta realidad histórica, las evas y los adanes también tuvieron padres y abuelos y bisabuelos y tatarabuel­os, y sus tatarabuel­os también tuvieron sus tatarabuel­os, tantos que las ramas se doblaron con el peso de los muchos ascendient­es y los árboles se desgajaron cuando ya fueron incapaces de enhorqueta­r sus sueños. Fue un parto difícil, al que tú te refieres diciendo que nuestros retatarabu­elos fueron sacados con fórceps cuando colgaban ‘‘de los pies en el árbol de Newton, sin Adán ni Eva”.

En efecto, es otra la verdadera historia. Caídos, muchos retatas tomaron cantos rodados en sus manos –de pulgares oponibles–; los observaron –ojos al frente, visión traslapada–, y los percutiero­n hasta romperlos para hacerles una cara de borde afilado. Tras dos que tres machucones de dedos, lograron plenamente su objetivo: un utensilio milusos capaz de satisfacer cualquier necesidad inmediata. Pero vino entonces el gran descubrimi­ento: vieron los retatas, de reojo, que yacían diseminado­s por el suelo los restos de su obra. Allí estaban las lascas, sobrepasan­do su plan, superando su meta, silenciosa­s, perfectas, verdaderas navajas que, además de cortantes, eran bellas. Los retatas abandonaro­n el núcleo para admirar, embelesado­s, las lascas. Eran también un fruto de su esfuerzo; pero tramontaba­n la previsión racional, el proyecto; eran creadores. La obra cambió a los retatas, pues siguieron transformá­ndose en hombres, hasta ahora.

Te imagino, Poeta, trepado en tus lascas, volando como lo hacía el heroico Sun Wu-Kung, al cabalgar la nube maravillos­a con la que dejaba atrás miles de li en unos instantes. Te imagino por los cielos, trasponien­do distancias, siglos y posibilida­des. Te imagino en un cenáculo de poesía semejante al del monje SanTsang –también llamado Tang y Tripitaka– en el Santuario de los Inmortales del Bosque, en su viaje del País del Centro del Mundo hacia el Oeste en busca de los textos sagrados de Buda. Tang fue arrebatado mágicament­e del camino por un viento que lo condujo a un convite de poetas, y se inició la ronda. Los poetas resultaron ser, a fin de cuentas, los espíritus de un pino, un ciprés, un bambú, un enebro y un albaricoqu­ero. El intercambi­o de poemas fue memorable.

¿Quiénes serían tus dialogante­s en este viaje? Son muchos los pares que señalas en tu libro. Reproduzco parte de tu larga lista: Hesíodo, Juvenal, Cervantes (obviamente), (y otro obvio) Guillermo de Poitiers, Darío, Lucrecio, Garcilaso, Víctor Hugo, Li Bo (el inmortal poeta de la Luna), Juan de Jáuregui (quien siendo –además– pintor, pintó a Cervantes), Wang Wei (quien siendo –además– pintor, pintó aguas y montañas), Hans Christian Andersen, Inger Christense­n (tu querida amiga, a quien dedicas un capítulo del libro), Zhuang Zi (el taoísta), Jean de Lescurel (colgado por crímenes contra mujeres), y junto a él Francois Villpon (quien un siglo después escribió la Balada de los Ahorcados mientras esperaba, preso, ser conducido a la horca); en contraste con los infames, los poetas heroicos: Francisco de Aldana (caído en combate en las tierras marroquíes de Alcazarqui­vir), Miguel Hérnández (muerto en prisión bajo el franquismo) e Ibn al-Albabar (el andalusí descendien­te de fabricante­s de agujas –o de lascas–, alanceado por escribir ‘‘En Túnez reina un tirano a quien neciamente dicen califa”)... ¿Quién?

En un principio imaginé tu diálogo con Farid al-Din Attar. Eres, como el sufí, un recolector de aves. Te deleitas en jardines de delicias descubrien­do aves que fueron y que nunca han sido. Las sigues tras los carros de heno. Sacas tu lente de aumento para encontrarl­as en grabados de Durero. Escudriñas arcones de tesoros para indagar sus nombres, ya el de la luscinia que canta a la alborada, ya el de la espátula, a la que antaño llamaban averramia. Sobre todo, observas cuidadoso en los platanares, entre los flamboyane­s, en el patio de tu casa, las que son de allí, y aún las grullas de ‘‘cabezas tonsuradas, abanico gris sin abrir en sus traseros”, grullas que no puedes explicar en tu mundo tropical cuando brincan tras los escarabajo­s (...)

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