De la guerra, y las promesas (incumplidas) de la paz
rimera premisa, vale redundar, que deja este libro: buscar la paz, siempre será más difícil que encontrar la guerra. Y la segunda, obliga a preguntarnos si en el siglo XX (tan pródigo en genocidios y exterminio de seres humanos), aprendimos algo de sus tragedias, o si en el futuro serán perfeccionadas y multiplicadas, sin solución de continuidad.
En ambos sentidos, los ensayos incluidos en Del abuso al genocidio, crímenes de lesa humanidad conllevan la advertencia, y cumplen con ambas premisas. Logro editorial que, sin embargo, contrasta con lo pensado por Hegel, al decir que “…desde el punto de vista del intelecto, lo más importante es el presente”, pues el presente contendría “…el pasado de forma superada y al futuro en germen”.
Allá, entonces, los que guitarra en ristre acompañan el canto de sirena de idealismos vacíos de contenido que, confundiendo paz con pacifismo, priorizan los acontecimientos por sobre las causas que desencadenan la guerra.
Las páginas que siguen muestran que el pasado no ha sido superado, y que renovadas formas de terrorismo se han convertido en una suerte de tristísimos “siempre más”. Junto con la desidia cultural que ofrece defender, al tiempo de combatir, cualquier promesa de “futuro en germen”.
Una y mil veces se ha dicho: la paz no sólo es ausencia de guerra. Como pensó hace 2 mil 500 años el chino Yang Chu (un “descubridor del cuerpo” y con ideas hostiles a la “inmortalidad del alma” que luego predicarían pitagóricos, platónicos y agustinianos), las guerras son estimuladas por cuatro anhelos que la mayoría de las personas estiman: 1) larga vida; 2) fama; 3) categoría y títulos, y 4) dinero y bienes. Pero quienes sucumben a estas cuatro dependencias, según el chino, viven como locos, pues sienten que el destino les llegará desde fuera.
Por consiguiente, siempre habrá guerras justas y las habrá injustas también. Sin ir lejos, las que a inicios del siglo pasado, luego de las grandes matanzas de la Primera Guerra Mundial, urdieron compromisos de paz, como el Tratado de Versalles (1919). Un acuerdo que a más de humillar inútilmente a un pueblo de guerreros, sembró el “huevo de la serpiente” fascista, que liberales, socialdemócratas y comunistas distraídos subestimaron por igual.
En ejercicios de insuperado reduccionismo ideológico-cultural, suele también decirse que los genocidios del siglo XX respondieron a los imperativos del capital, para destruir el socialismo en ciernes. Supuesto que, fuera de hechos puntuales, subestimó el espíritu materialista del capitalismo occidental que siempre puso a los abogados de Dios en el vértice del poder. Que, cuanto mucho, elaboraron (y continúan elaborando) las copiosas páginas de la literatura bélica criminal.
Si hace un millar de años, al empezar las Cruzadas de Occidente, los frailes enloquecidos sugerían matar a todos, ya que Dios elegiría a los suyos… ¿qué ha cambiado hoy? Guerras y matanzas que sus mentores siempre atribuyen a ideas propias del fanatismo religioso, cuando la historia ha probado que estas ideas siempre fueron muy laicas y materialistas.
Por ejemplo, cuando el socialismo no existía, las iglesias y el capitalismo inglés, alemán y holandés financiaron el negocio de la trata y todas las empresas de conquista del naciente “mundo moderno”. El Banco de Londres y