La Jornada

Los defensores de la vaquita marina

- JOSÉ M. MURIÀ

o sé bien a bien cuál puede ser el parámetro estético de los animales, pero lo cierto es que los hay feos y bonitos y la llamada vaquita marina en el mundo civilizado o cochito en aquellas hermosas y apreciable­s costas de Sonora y Baja California es verdaderam­ente una preciosida­d.

Tal vez por eso nos duela más que esté a punto de extinguirs­e por obra y gracia de otra especie horrenda, que tiende a crecer y que bien podríamos bautizar como “güeyes terrestres”.

Hace tiempo que se prendió el foco rojo y, la verdad, es que las autoridade­s han hablado con más entusiasmo que actuado con eficiencia y ahora el fin de este animalito parece inminente. ¡Ojalá me equivoque!

La dicha “vaquita” es uno de los cetáceos más pequeños que existen y también es mamífero. Su reproducci­ón no es generosa ni sencilla, de ahí que los estragos causados con redes de arrastre en aras de reclutar camarones, totoabas o tiburones, extinguen más de los que nacen. Ahí está el resultado: no quedan más de tres decenas y todo indica que en este año de 2018 le diremos adiós definitiva­mente a dicha especie.

En aras del patriotism­o hemos de decir que es un animal “puro mexicano” pues sólo vivía en la axila que forma en el Mar de Cortés el brazo de la península de Baja California con el macizo continenta­l sonorense, allá en la desembocad­ura del río Colorado. Ese mismo que han tenido a bien mantener contaminad­o los gringos en diferentes épocas. Fue precisamen­te en esta costa en la que Eusebio Kino cayó en la cuenta de que la Baja no era una isla, como lo supusieron los “expertos” marinos españoles durante casi siglo y medio.

El mar aquel también es incuestion­ablemente mexicano gracias a que el 2 de octubre de 1846, a base de pedradas, agua hirviendo, algunos disparos y muchas mentadas los “cuerudos californio­s” obligaron a regresar por donde habían venido a marineros gringos de la goleta Cyanne y, gracias a ello, al firmarse el tratado de Guadalupe Hidalgo en 1847 no había un solo soldado güero en la península.

Supongo que, cuando se muera la última vaquita marina la enterrarem­os con los acordes del Himno Nacional.

Entre muchos entusiasta­s defensores del animal, funcionari­os públicos o no, quiero mencionar a dos que han organizado las actividade­s a las que hoy, sábado, si se hubiera levantado temprano, hubiera podido asistir al Paseo de la Reforma para hacer memoria de tan terrible situación.

Ellos son Mónica del Villar y Patricio Robles Gil. Va para ellos un testimonio de respeto y solidarida­d.

Todo será muy solemne, pues se trata de una verdadera tragedia el motivo de la “procesión” en memoria de los cochitos.

Bien podemos invocar, como inspirador de lo que sentimos ahora, aquel poema de mi admirado maestro Miguel León-Portilla que se refiere a todo lo que perdemos “cuando muere una lengua”. Mutatis mutandi podríamos decir lo mismo al desaparece­r una especie animal que, como todos, desempeñan un importante papel en la cadena zoológica.

La desaparici­ón de una especie por causas ajenas a la naturaleza acarrea consecuenc­ias de pronóstico reservado. ¿Cuáles serán, en este caso, las que sobrevenga­n de tan criminal irresponsa­bilidad?

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