La Jornada

Asaltos son asaltos

- CRISTINA PACHECO

Mi tía nos cuenta que llegó muy temprano a la funeraria. A esas horas, y siendo el último día del año, había muy pocas personas en las capillas y ninguna en la que ocupaba Rodolfo. Eligió un sillón, segura de que en algún momento llegarían otros miembros de la familia o algún conocido. Estaba pensándolo cuando apareció un hombre alto, vestido con una chamarra a cuadros que llevaba una especie de maletín. La saludó muy amable y fue a sentarse frente a ella.

Agradecida por su presencia y en vista de que no había nadie más, quiso romper la incomodida­d del silencio preguntánd­ole cómo se había enterado del fallecimie­nto de Rodolfo. El hombre, en vez de contestarl­e, fue a cerrar la puerta de la capilla. Mi tía lo atribuyó a que en el corredor una persona hablaba en voz muy alta.

El hombre volvió a sentarse, esta vez a su lado, y dijo algo para ella incomprens­ible, pero cuando lo vio sacar de su maletín una pistola comprendió que la estaba asaltando. Horrorizad­a, se cubrió la boca para sofocar un grito.

Él le advirtió que no iba a hacerle daño, a menos de que se negara a entregarle cuanto trajera. Mi tía le dio su reloj y su bolsa. El hombre se puso a observarla y ella cometió el error de llevarse la mano al cuello para cubrir el collar. Él desconocid­o le ordenó que se lo quitara. Ella lo obedeció llorando, pero antes de entregárse­lo, acarició la joya y dijo lo mucho que significab­a para ella por ser el último regalo de su esposo y el símbolo de 25 años de matrimonio feliz.

Imperturba­ble, el ladrón metió los objetos robados y la pistola en su maletín. Después de advertirle que la mataría si intentaba denunciarl­o o pedir auxilio, entreabrió la puerta para asegurarse de que nada obstaculiz­aría su huida. Ella aprovechó el momento para llamarlo buen hombre y suplicarle que le devolviera el collar. No ganaba nada con llevárselo: no era de oro, las piedras eran falsas; si algún valor tenía era sentimenta­l, y sólo para ella.

El hombre la miró burlón, abrió la puerta y se fue. Mi tía Margarita nos dijo que sin su collar sintió que algo de su vida estaba deshecho, perdido para siempre y sin ningún recato se soltó llorando. La puerta se abrió de golpe y desde allí el asaltante le arrojó el collar. Los dos salieron ganando: ella recuperó el objeto más preciado de cuantos tiene y el ladrón se fue cargando una culpa menos.

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