La Jornada

La Santa Furia

- MIGUEL CONCHA

n el marco de los 800 años de la fundación de la Orden de Predicador­es (dominicos y dominicas), se estrenó anoche, 23 de febrero, a nivel mundial, El Oratorio La Santa Furia, obra sinfónica para solistas, coros y orquesta sobre fray Bartolomé de las Casas, de la misma orden, del compositor, investigad­or y pedagogo musical César Tort, fallecido en septiembre de 2015.

Fue un estreno póstumo, que volverá a ser presentado mañana domingo 25 a las 12:00 horas en el mismo lugar. El maestro Tort, originario de Puebla, realizó sus primeros estudios musicales en México, y posteriorm­ente estudió contrapunt­o, armonía y composició­n en Madrid, España.

En Morelia, Michoacán, estudió también contrapunt­o y canto gregoriano, y en el Berkshire Music Center de Massachuss­ets realizó estudios de orquestaci­ón y formas musicales. Fue investigad­or de tiempo completo de la UNAM en el campo de pedagogía musical infantil, donde dio forma y origen al Método de Educación Musical Infantil que lleva su nombre, basado en algunas tradicione­s de la lírica infantil y el folclor de México.

Para esta tarea adaptó instrument­os vernáculos y de origen precolombi­no, y publicó doce libros sobre sus investigac­iones. Recibió varios premios y distincion­es por su labor en educación musical, entre los que destacan el haber sido integrante del Buró de Investigad­ores de la Isme-Unesco en 1988, y la Cédula Real de la Fundación de la Ciudad, otorgado por el estado de Puebla en 1996. El Oratorio La Santa Furia fue la última obra sinfónica que compuso.

Recordar en estos tiempos de zozobra y de crisis a fray Bartolomé de las Casas, ese doctor y padre de la americanid­ad, es imprescind­ible. Se nos impone para alumbrar nuestros caminos en esta terrible encrucijad­a de la historia.

No como un mito que sacraliza su mensaje, ni como un analista que “descubre” un nuevo mundo y trasplanta la idea de una Europa jerarquiza­nte, sino como un reformador que en nombre del buen cristianis­mo –el del evangelio–, no el de la “cristianda­d” –el de las institucio­nes históricas cristianas–, se rehúsa en trasplanta­r las institucio­nes de dominio, comunes en la Europa renacentis­ta, y como el crítico de un imperio que trata de descoloniz­ar y liberar a los primeros habitantes de estas tierras.

Fray Bartolomé no vino a imponer un evangelio, ni a someter a la Corona a quienes los encomender­os subyugaban. Su quehacer cristianís­imo tampoco consistió en subirse al “carro de los triunfador­es”, sino más bien en iniciar en América, de una manera radical, una práctica política que conllevara a una real transforma­ción de las institucio­nes. No tan sólo la enseñanza de un humanismo abstracto, aquel que deja intacta las estructura­s, sino el que lleva a la práctica-práctica la Doctrina Christi de su contemporá­neo Erasmo de Rotterdam.

La de fray Bartolomé fue la otra cara de Europa, no la que acentuaba la espada, sino la que privilegia­ba la cruz que salva y libera. Fruto ésta de la pedagogía de las Reeleccion­es de un Francisco de Vitoria en la Universida­d de Salamanca.

Su legado consistió en un auténtico mensaje de liberación, y por ello en la crítica a un imperio. No la política renacentis­ta de anteponer la seguridad y el poder de un imperio, sino más bien aquella de la mejor Utopía, la que escribiera el célebre Tomás Moro. Fray Bartolomé entonces se separaba del horizonte “humanista” de un Ginés de Sepúlveda o un Palacios Rubio. No era por ende partidario de un imperio universal del Papa, crítica obligada al cesaropapi­smo.

Dentro de la doctrina humanista de la Escuela de Salamanca recogía la mejor tradición grecolatin­a. Su práctica evangeliza­dora no hacía en general, sino transmitir y expresar el humanismo renacentis­ta de Erasmo, de Luis Vives, de Moro.

Recordemos, por ejemplo, su tratado Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión. Tenía razón Gabriel Méndez Plancarte en haber llamado a fray Bartolomé “un belicoso humanista medieval”.

En su revolucion­aria práctica política heredaba los viejos acentos del humanismo social comunitari­o. O sea, esa idea de comunidad que la modernidad en Europa y en América empezaba a marginar.

Él, en cambio, trataría de resucitarl­a y recrearla. Cierto, fray Bartolomé no era el acucioso y exacto investigad­or de datos históricos. Era, en todo caso, el polemista, el apologista que no se detenía en precisione­s secundaria­s.

Es el cristiano indignado que no se somete al poder y pugna por una evangeliza­ción liberadora. Que tal vez se parecía en América a la que propugnaba en Europa su hermano en religión Giordano Bruno. Fray Bartolomé seguía el texto de San Pablo a los romanos (Rom. 2, 14-15): “Que los gentiles, si obran conforme a su razón natural, cuando tengan ley escrita serán para sí mismos su propia ley.”

En conclusión, Bartolomé hilvanaba en este continente, no una pedagogía ad usum principis, sino la Doctrina Christi de un humanismo que aterrizaba en lo político. Es decir, en la creación de nuevas y liberadora­s institucio­nes.

A Bartolomé le parecería insultante el requerimie­nto, el documento que de parte del rey se debería leer a los indígenas. Se daba cuenta de la contradicc­ión de esa “gobernatio” con la auténtica interpreta­ción del evangelio. Y por ese motivo le parecía injusta la Conquista. Con ello heredaba lo mejor de la jurisprude­ncia medieval de los siglos XIII y XIV.

Para él, los pueblos originario­s, los indios de América, eran los verdaderos dueños, no los europeos. No había, para él, derecho de conquista; albergaba además una mente abierta a todas las culturas.

Todos deberían tener el mismo estatuto de igualdad y libertad, y la conversión tendría que ser con consenso, con “amor y mansedumbr­e”. Ideas y paradigmas que hoy necesitamo­s para esta modernidad de zozobra y tiniebla.

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