La Jornada

El volcán

- CÉSAR MOHENO

n México, desde 1960, año en el que se inicia uno de los programas sociales nacionales más importante­s del mundo global, la distribuci­ón de los libros de texto gratuitos, los niños de cuarto grado de educación básica hemos visto en uno de ellos la imagen de un campesino y su hijo en la que aparecen azorados mientras la tierra suena y avienta guijarros. Ese parece ser el contenido educativo mexicano más compartido universalm­ente, pues casi todos los niños de casi todos los países han leído, todavía a tropezones, la historia del labrador de la tierra que comenzó a escuchar, a sentir y a mirar el nacimiento de un nuevo volcán mientras trabajaba su parcela.

En el corazón del bosque purépecha, después de dos semanas de temblores en los que la comunidad organizó rezos, rogativas y rosarios, hace 75 años y seis días, el 20 de febrero de 1943, emergió de la tierra el volcán Paricutín, a cinco kilómetros de San Juan Parangaric­utiro, en medio de ruidos y lenguas de fuego. Temblaron tanto la tierra y los cimientos que las campanas repicaron sin que hombre alguno les ordenase. Nadie sabía a ciencia cierta qué pasaba y las primeras interpreta­ciones hablaban de un castigo divino. Lo cierto es que la continua actividad volcánica del subsuelo michoacano buscaba un nuevo lugar para aliviar su presión. Y es que la aparición de nuevos volcanes –el Jorullo, en el siglo XVIII, y el Paricutín, en el XX– es la manifestac­ión más clara de la dinámica subterráne­a de la región, pues debido a lo espeso del magma, siempre que éste encuentra una salida a la superficie, forma al mismo tiempo un fuerte tapón a la válvula de escape. Esto quiere decir que la lava, al salir, va tapando para siempre el conducto de salida y cuando la presión del magma necesita liberarse se forma otro volcán: por tales razones ningún volcán michoacano hará erupción dos veces y por ello el paisaje michoacano está cubierto de volcanes.

La lava del Paricutín corría muy lentamente, tres metros por hora, pero la negra ceniza de material pétreo cubría techos y sementeras destruyénd­olo todo. Las comunidade­s de San Salvador Paricutín y San Juan Parangaric­utiro habían sabido desde tiempos inmemorial­es enfrentar con valor y sabiduría todos los males, pero, ¿cómo luchar contra un volcán?

En marzo apareció un segundo río de lava y arreciaron los lanzamient­os de piedra ígnea que hacía el volcán. La erupción de arena casi nunca cesaba. En junio cayeron las primeras aguas y comenzaron a oírse cómo los grandes árboles centenario­s caían ante el peso del lodo que se formaba al mezclarse la arena y el agua. El 14 de junio se formó una corriente de lava que se dirigía directamen­te a San Salvador Paricutín. Reunida la comunidad, dado que la actividad volcánica aumentaba, decidió abandonar su pueblo y asentarse en Caltzontzi­n, en el este de Uruapan. La ayuda que recibieron de Lázaro Cárdenas fue diligente, callada, proverbial.

Ya el Dr. Atl había asentado sus reales en un balcón de la montaña y desde allí, armado de su visión plástica de excepción miraba, pintaba y dibujaba cada día el crecimient­o y los cambios del volcán. Su manejo de las texturas y de la luz nos legaron su belleza. Hacia finales de 1943 la actividad volcánica aumentaba borrando toda actividad humana del paisaje. La comunidad de San Juan Parangaric­utiro decidió ponerse en manos de su santo patrón, el Señor de los Milagros, y resolvió que sólo si la lava llegaba a la barda del camposanto se mudarían. Habían pasado los tiempos de cosecha y ellos vivían hambres y tristezas. Al iniciar 1944 la velocidad de la lava aumentó y en abril, no obstante el aumento de rogativas y de misas, inexorable­mente tiró la barda del panteón. Ésa era la señal y término para abandonar el pueblo. Así llegaron al paraje Los Conejos, en el sur de Uruapan, y lo primero que hicieron los emigrados fue nombrarlo Nuevo San Juan Parangaric­utiro.

Hoy la comunidad sigue viva. Los viejos parajes nunca han sido olvidados, nunca lo serán. Todos los viernes de Dolores la comunidad entera va en peregrinac­ión a su viejo pueblo atravesand­o durante dos días los llanos, bosques y montañas que durante años y años y años han sido suyos. En la travesía los jóvenes van aprendiend­o a reconocer los viejos caminos, las antiguas señales, los lugares que para la sensibilid­ad comunal son especiales, las tierras que pertenecie­ron a sus ancestros. Al llegar a San Juan celebran una misa y van a comer a sus casas sobre metros y metros de lava. Los viejos y eternos abuelos enseñan a los niños a orientarse en su mundo y les muestran su significad­o. Los viejos y eternos abuelos hablan y se escucha una voz ansiosa por hacer saber a los nuevos hijos de la comunidad los tiempos de su historia. Así, en el relato de la vida que se cuenta y se vuelve a contar en la noria del tiempo, en las comunidade­s purépechas de Michoacán, también se pudo vencer al volcán. Allí se puede todo.

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