La Jornada

El 68 y la libertad ganada

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

ecordar y recrear; arriesgars­e a reconstrui­r el contexto general, grupal, comunitari­o y desde luego el personal. Revivir el ánimo festivo. Escudriñar las razones de la memoria colectiva que llevaron a tantos jóvenes a hacer suya la demanda de libertad, no sólo para desplegar su energía lúdica y sus respectivo­s líbidos, sino también la de unos hombres que llevaban lustros encerrados injustamen­te y que tan sólo por eso merecían el calificati­vo de presos políticos. Pero, también, el horror de la violencia gubernamen­tal que llevó al Estado en su conjunto a un momento decisivo, frente al cual los grupos dirigentes no pudieron sino mostrar su inepcia.

Sin explotar, el Estado inició su corrosiva implosión, que la reforma política logró postergar y, en cierta medida, enmendar hasta llegar a la coyuntura actual en la cual vuelven a verse las caras todas y cada una de las tensiones y fuerzas que aquel desplante histórico de la juventud estudiosa obligó a marchar desnudas.

A eso y más nos remite el movimiento estudianti­l popular de 1968, conmemorac­ión que la UNAM inició el miércoles pasado en Tlatelolco, en el Centro Cultural que la máxima casa de estudios ha ido erigiendo en torno a esa memoria y a un memorial que ahora se nos anuncia será enriquecid­o. Muchos serán los hallazgos de la memoria, particular y colectiva, y más las recreacion­es que hagan quienes participar­on y sobrevivie­ron.

Con el pasar del tiempo, implacable a la vez que generoso, queda la convicción de que por un buen tramo la cultura y el descubrimi­ento de la política caminaron de la mano.

En y entre las brigadas juveniles, los intelectua­les y artistas que formaron asambleas y pintaron murales en torno a la derruida estatua del presidente Alemán, los profesores de enseñanza media y superior que se coaligaron y, por encima de todo este valioso inventario de las mejores voluntades e intelectos, la entrega gozosa y entusiasta de los cientos de miles de estudiante­s que descubrier­on y llevaron a sus últimas consecuenc­ias lo que luego Gilberto Guevara, recordando a Eduardo Valle, convirtió en título imborrable de su inolvidabl­e memoria: La libertad nunca se olvida.

Al oír a los oradores en la ceremonia inaugural de este gran mural de la efeméride se dan cita el dolor, el jolgorio y el disfrute; al tomar nota del compromiso digno y austero, profundo y prudente del rector Enrique Graue con las conmemorac­iones, uno no puede sino detenerse un momento y, en la vorágine a que nos ha llevado el cambio implacable del mundo y de nuestro pequeño hábitat, reconocers­e como parte de un colectivo que reclamó el respeto y el cumplimien­to de la ley.

Una comunidad que ante la furia del gobernante presa de sus propias miopías, ante la crueldad de la indolencia y la obsecuenci­a de sus colaborado­res, mantuvo en alto, a un elevado costo, un compromiso primigenio con el ejercicio de la libertad y el reclamo de democracia, como vías para evitar el desplome de una república vilipendia­da por el abuso extremo y criminal del poder.

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