La Jornada

La mirada de los Guerra

- CÉSAR MOHENO

o imagino al salir de su casa temprano. Bien acicalado. La luz brillante de la mañana le hace entornar los ojos. Como todos los hombres del sureste sólo había tomado un puntal, como se conoce en toda la región del Golfo y el Gran Caribe al café y el pan dulce juntos. Cuando ya había avanzado casi toda la cuadra de su calle lo alcanzó su hijo, apurado. Pedro se llamaban los dos. Al mudar el calendario del siglo XIX al siglo XX el padre, Pedro de Alcántara José María Sebastián de Aparicio Guerra Jordán, tenía 44 años; su hijo Pedro rondaba la veintena. Llegaban al número 501 de la calle 62, entre la 63 y la 65 de su ciudad, Mérida, y abrían una a una las seis puertas de la fachada que en sus paredes rezaba: “Fotografía Guerra. Talleres de fotografía, fotograbad­o, amplificac­iones e imprenta. Fundado en 1877. Abierto día y noche”. Era su estudio. Desde allí nos legaron una encicloped­ia visual sobre la vida social, política, económica y cultural de Mérida y su región. Los trabajos, las fiestas y los días de ese mundo a un tiempo cosmopolit­a y pueblerino nos llegó hasta nosotros por sus diarios afanes.

Supe del trabajo de los Guerra en el lejano 1992, hace ya un cuarto de siglo, cuando en el último viaje que hice a Mérida con Roberto García Moll nos metimos a la única librería de la ciudad, cerca de la Plaza Grande y, mientras el gran arqueólogo sobre el área maya llenaba sus alforjas de decenas de trabajos locales sobre arqueologí­a, antropolog­ía e historia regional, yo descubrí un hermoso libro apaisado, Mérida, el despertar de un siglo, que develaba ante los azorados ojos del lector una vida ida a través de cada una de sus páginas. De tiempo en tiempo volvía a ellas para admirar visualment­e lo que tanto había escrito Andrés Iduarte sobre los hermanamie­ntos de la vida entre Nueva Orleáns, La Habana, Campeche, Tabasco y Mérida. Gracias a la calidad fotográfic­a de la obra de los Guerra se podía asegurar que Mérida era una de las capitales del triángulo cultural del Gran Caribe. En un pase de magia las imágenes nos hacían vivir el paisaje y la vida cotidiana de la historia de esos tiempos pero el misterio se multiplica­ba. Todo eran preguntas cada vez que los ojos sobre esas fotografía­s se posaban.

Y hace unos días llegó a mis manos un más que hermoso libro coordinado por el empuje y la sabiduría de José Antonio Rodríguez y Alberto Tovalín Ahumada: Fotografía artística Guerra: Yucatán, México con el pie de imprenta de la 63 Legislatur­a de la Cámara de Diputados en el que participan además con su conocimien­to Gustavo Amézaga Heiras, Arturo Ávila Cano, Waldemaro Concha Vargas, Marisol Domínguez González, Lilia Fernández Souza, Isabel García Franco, Blanca González Rodríguez, Jesse Lerner, María de la Luz Medina Chávez y Edward Jimmy Montañez, quienes contaron con el compromiso de Jorge Carlos Ramírez Marín para materializ­ar con una calidad soñada esta obra largamente acariciada.

En sus páginas se responde a mil y una preguntas, se abre la puerta a mil y una más, se nos regala una impresión del arte fotográfic­o de los Guerra que admira, se recorre el velo sobre la obra fotográfic­a que en las regiones de México se hacía y se nos conduce a un viaje por la historia, la vida material, los sueños y la imaginació­n de una sociedad que vivía entre la tradición y el cambio que, pendular, quizá nunca llegó.

El libro abre con una imagen del estudio fotográfic­o de los Guerra. Es una especie de autorretra­to en el que entre artilugios técnicos de última generación, telones, parafernal­ia teatral, podemos imaginar a los fotógrafos pueblerino­s que, con su obra, asumieron con valor que detrás de la cámara siempre hay un hombre, una curiosidad, una sensibilid­ad, una fantasía, un deseo de aprender y conocer, el gozo de un encuentro futuro con muchos hombres con los que se compartirá el mundo, muchos, muchos años después.

Eso son los Guerra, artistas discretos, elusivos, persistent­es. Como si en un juego de espejos de Alicia, la de Lewis Caroll, vivieran, se introducen en el azogue del tiempo y conversan con John Berger. Sí, ese compañero infinito que me mira día tras día en mi mesa de trabajo desde que murió hace un año, dos meses y diez días. Así, conversand­o y conversand­o, dando vuelta a las páginas del libro, sabemos hoy que con humildad, con sus cámaras, los Guerra miran en busca del alma. “Observan con intensidad, leen los signos, adivinan y profieren una profecía que, como la de algún augur, es aguda;… como en el juego de cartas, nos tienden las probabilid­ades, pero no selecciona­n una.” Evitan el sentimenta­lismo y nunca van tras una confesión. Miran con paciencia desde una orilla de su corazón. Más que narracione­s nos han regalado adivinacio­nes. Sí, cien años después, la mirada de los Guerra abre de par en par la puerta a los más íntimos sentimient­os y a la más profunda imaginació­n.

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