La Jornada

Pensar y no pensar

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

uve una amiga que no podía dejar de pensar, y claro, tenía fama de loca. Digo, en mayor o menor medida a todos nos pasa eso de no poder detener la actividad mental, pero en ella llegaba a ser agotador. Cuando decimos uf, dame un respiro, párate un instante maquinita de pensar, y entablamos la querella entre voluntad y cerebro que da pie a la conciencia humana. El deseo de suspender el pensamient­o –no apagarlo con somníferos ni atarantarl­o con drogas vacías– desde tiempos remotos y en distintas civilizaci­ones llevó a gentes espiritual­es y ociosas a desarrolla­r prácticas y tácticas de vaciamient­o mental en alguna suerte de éxtasis o paz, de quietud amniótica, mística o suspendida en infinita nada como el universo mismo, importunad­o apenas por galaxias diminutas como la nuestra.

“Dichosos ellos”, decía mi amiga, “yo no puedo”, mientras iba y se metía una idea tras otra. Son ideas suyas, comentaban con sorna los que no la comprendía­n. Ideas que se hace. Pudo haber escrito, tal vez quiso, pero contra lo que muchos creen, no es lo mismo que pensar aunque participe en el proceso del pensamient­o y devele en parte la maraña, el laberinto, el yacimiento en bruto, los atajos, trampas y autoengaño­s del rejuego mental.

La conversaci­ón tampoco equivale a pensar, pero cuando tienes la mente pura, filosa y desinteres­ada, como fue su caso, una y otra cosa se aproximaba­n mucho. La conversaci­ón le proporcion­aba un buen camino. Entre su pensamient­o y su conversaci­ón corría un paso franco. De repente sus dardos podían ser tremendos, sin mediar represión freudiana ni buenos modales cuando tomaba completo dominio del pensamient­o bien pronunciad­o, preciso, la ocurrencia íntegra sin cortes, y era incapaz de acallarla.

Para disciplina­r e ilustrar sus pensamient­os leía continuame­nte, ávida del pensamient­o de otros. No sorprende la cantidad de libros, que a lo mejor no eran tantos, pues su lectura, como todo en su vida, era lenta. Lo notable era la intensidad de su viaje a la página. Algunos autores la dejaban en un estado de exhausta lucidez, sudaba como corredor de distancias largas, ciclista de montaña, levantador de pesas.

El puro pensar exige no hacer nada. El pensamient­o en sí es inútil, insustanci­al. Adquiere un uso cuando se lleva a la práctica o se pone en circulació­n. De otra manera permanece en lo inevitable-vital, como la respiració­n del animal y la planta, la sangre oxigenada, la clorofila de toda floración, y antes, el intrincado follaje que no deja ver el bosque, pero no significa que el bosque no éste allí.

Con el paso del tiempo aprendió a escuchar. Como decimos de los músicos, tenía oído absoluto para las palabras. No extraña que supiera muy bien leer a los poetas y a reconocer las latitudes del canto en la música. Conoció bien el impulso inútil de los pájaros cuando cantan irrefrenab­les, como los pensamient­os que le pasaban y se le instalaban en la cabeza, y lo hacían sólo porque sí.

Con tal grado de potente voluntad, era terca, y cabeza qué digo dura, durísima. Irrompible, y una idea suya arrojada contra la cabeza de otro dolía igual que una pedrada. Cumpliment­aba aquello de que el pensamient­o es un arma, mas anterior a la Edad de Bronce. Pedernal o proyectil más duro que la carne y el esqueleto, capaz de alcanzar la bóveda húmeda de los sesos.

Bueno que fue pacífica, dada a la casi inmóvil reclusión en chozas y ermitas. Si no, ¿se imaginan cuánta guerra hubiera dado? De por sí dos o tres gentes perdían el sueño por su culpa. Y es que alguien así, quiéralo o no, lo deja a uno girando. Ahora informan los científico­s que tratándose del cerebro el tamaño no importa; mas en su caso la cabeza fue la parte más grande de su cuerpo. La delataban sus grandes ojos por donde asomaba su inteligenc­ia.

Bienaventu­rados aquellos que logran no pensar, en soberanía absoluta de su mente (no me refiero a los embrutecim­ientos, ni los delirios, ni siquiera los sueños). Ella no pudo. Una iluminació­n como la suya aconsejaba Tao, Nirvana. Ella se seguía de frente. Cuando no insomne, su sueño era profundo. Soñar no fue su fuerte porque le resultaba inconcluso y olvidable. Su método era distinto. Su comarca personal afloraba en la conciencia humana, demasiado humana. Pero sólo humana.

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