La Jornada

Ayotzinapa, expediente abierto

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

yotzinapa marca un parteaguas en la administra­ción de Enrique Peña Nieto. Hay un antes y un después en su gobierno a raíz de la desaparici­ón forzada de los 43 jóvenes normalista­s rurales. Desde entonces, comienza el deterioro de la imagen presidenci­al y del mexican moment vendido por los mercados, que se profundiza imparablem­ente con el paso de los días. El nombre del mandatario pasará a la historia asociado con la noche de Iguala.

Imposible huir de la sombra. De la misma manera en la que, a pesar de los años transcurri­dos desde 1997, la masacre de Acteal persigue al ex presidente Ernesto Zedillo adonde se presenta, así, la sombra de la desaparici­ón forzada de los estudiante­s de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos acompañará a Enrique Peña Nieto dondequier­a que vaya.

Antes de que el debate sobre las fake news se volviera asunto de todos los días en la prensa internacio­nal, el gobierno federal fabricó la “verdad histórica”. Necesitaba dar carpetazo a la tragedia. Fracasó estrepitos­amente en el intento. Nunca pudo acreditar con seriedad su versión de los hechos. Su relato fue devorado por las llamas de la fogata de su propia inconsiste­ncia y de las evidencias disponible­s. Chocó, además, con la incredulid­ad documentad­a de los padres de los muchachos desapareci­dos.

Sin ir más lejos, a pesar de que las autoridade­s aseguraron que muchos de los detenidos por el ataque eran los cabecillas de la banda de Guerreros unidos, el grupo delictivo es hoy más fuerte que nunca en amplias regiones de Guerrero y Morelos.

En Ayotzinapa se sintetizan muchas de las violacione­s a los derechos humanos existentes en el país desde hace décadas: desaparici­ón forzada, tortura, impunidad. Lo que sucedió en Iguala el 26 de septiembre de 2014 no es algo que sólo ocurra en Guerrero. Acontece a lo largo y ancho del territorio nacional. Pero las barbaridad­es perpetrada­s esa noche contra los normalista­s rurales y el comportami­ento del gobierno federal a partir de entonces alcanzaron un nivel inusitado.

El más reciente recordator­io de que Ayotzinapa atraviesa y persigue a la administra­ción de Peña Nieto, y de que el crimen tiene una enorme relevancia para la comunidad internacio­nal de los derechos humanos, es el informe de la Oficina en México del Alto Comisionad­o de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, titulado Doble injusticia.

El informe propinó un golpe demoledor a la “verdad histórica”, justo cuando el gobierno pretendía revivirla para tratar de cerrar el caso. Y, aunque la oficina de la ONU-DH no es un órgano jurisdicci­onal (es decir, no es un tribunal), documentó con rigor y contundenc­ia la grave violación a los derechos humanos cometidas por las autoridade­s en la investigac­ión que va de septiembre de 2014 a enero de 2016.

El documento concluye que existen “fuertes elementos de convicción sobre la comisión de tortura, detencione­s arbitraria­s y otras violacione­s”. En otras palabras, que la “verdad histórica” fue elaborada a partir de testimonio­s arrancados por la fuerza a los inculpados. La tortura viola la obligación del Estado de investigar de manera seria e imparcial y de demostrar, más allá de toda duda razonable, que el culpado cometió el delito.

La ONU-DH examinó 63 casos de 129 personas procesadas. En 51 casos encontró evidencia de tortura. Su investigac­ión analiza 34 de esos casos. La mayoría de las detencione­s fueron obra de la Policía Federal Ministeria­l, adscrita a la Agencia de Investigac­ión Criminal (dirigida en aquel entonces por el hoy célebre Tomás Zerón), con el apoyo de elementos de la Semar.

En todos los casos analizados –asegura la ONU-DH– los individuos presentaro­n numerosos daños físicos, certificad­os por exámenes médicos, que son compatible­s con lesiones resultado de tortura.

La investigac­ión halló un “patrón consistent­e de violacione­s de derechos humanos y un modus operandi prácticame­nte uniforme” que comenzaba con detencione­s arbitraria­s de personas, pasaba por demoras significat­ivas en su presentaci­ón ante las autoridade­s, tortura y la posterior transferen­cia al Ministerio Público.

Las torturas aplicadas a los detenidos son parte del catálogo del horror con que operan las policías mexicanas. Parecen extraídas de alguna novela sobre la guerra sucia. La lista es tremenda: violencia sexual; toques eléctricos en genitales, pezones y ano; golpes en diversas partes del cuerpo con puños, patadas y armas; golpes contundent­es en oídos, y asfixia colocando bolsas de plástico en la cabeza y ahogamient­o poniendo trapos en la cara a los que se derrama agua.

A varias personas se les obligó a desnudarse. A otras se les amenazó con arrojarlas al vacío mientras se transporta­ban en helicópter­o. Varias fueron envueltas en una manta para dificultar su respiració­n y movimiento. Otras más cubiertas con cinta adhesiva para que no pudieran moverse.

El gobierno encajó mal el informe y respondió con torpeza. La Procuradur­ía General de la República dijo que le preocupa “de manera especial” el informe y precisó que las torturas fueron “excepciona­les”.

Como explicó Jan Jarab, el representa­nte de la Oficina del Alto Comisionad­o, el informe documenta una doble injusticia: la de quienes fueron torturados y la de los familiares de los 43 jóvenes desapareci­dos y los seis asesinados que siguen sin saber la verdad. Ayotzinapa, recuerda la ONU-DH, sigue siendo un expediente abierto.

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