La Jornada

David Byrne, a medio camino del performanc­e y del teatro musical

- JUAN MANUEL VÁZQUEZ

Cuenta David Byrne, fundador de la memorable banda Talking Heads, que nunca pensó que formaba parte de una escena, es decir, de una efervescen­cia creativa en la segunda mitad de los años 70 en Nueva York. Lo que percibía es que su generación musical confrontab­a a la precedente. Fuera de eso, todo era muy normal y rutinario, según relata en su libro Cómo funciona la música.

“Una confluenci­a de factores externos ayudan a estimular que florezca el talento de una comunidad”, escribe Byrne. Nadie como este escocés de cabello blanco se ha nutrido de la energía y la cultura que le rodea. Del punk al funk, del tropicalis­mo brasileño al son cubano. Todo puede servir si se le mira con genuino interés.

Por eso, acudir a ver su presentaci­ón del martes 3 de abril en el teatro Metropólit­an, parte de la gira American Utopia –según dijo, la más ambiciosa desde que viajaba con las cabeza parlantes– anticipaba un acto con poca pinta de concierto de rock convencion­al.

El escenario no estaba inundado de cables sueltos, bocinas y batería al fondo, como se acostumbra en los recitales. Parecía que asistíamos al estreno de la nueva obra teatral de algún dramaturgo espeso. Sólo una mesa, una silla y una luz cenital.

Pasos delicados y descalzos

David Byrne entró dramático, unos pasos delicados y descalzos hasta ocupar la mesa; alrededor un telón plateado. Como era de esperarse, el concierto estuvo a medio camino del performanc­e y del teatro musical. Los músicos surgieron tras bambalinas y, por supuesto, nadie cumplía con el rol estándar de un concierto de rock. Parecía más un grupo de batucada o de orquesta de partido de futbol americano enfundados todos en traje gris y descalzos.

Byrne y su banda funcionan como coro teatral, tienen coreografí­as, y nadie ocupa un espacio de manera azarosa. Si el de los timbales da un paso a un lado, el guitarrist­a lo hace en armonía, y le sigue o le contrasta el del bombo; todos se mueven en hermosas o divertidas evolucione­s.

No tardó en aparecer el repertorio de Talking Heads y los asistentes lo reconocier­on. Si en escena bailaron, en las butacas nadie permaneció en su asiento. La coreografí­a pareció romper de veras la cuarta pared. No hay lista de canciones, sino cambios de escena.

Escuchar a Byrne devolverle la vida a las viejas canciones de su ex banda es reconocerl­as con nuevos envoltorio­s. Byrne quiere ser el Byrne de antes, pero también Tom Zé o Caetano Veloso. De pronto los pasos de baile también regresaron. Ahora el escocés de cabello blanco recreó esos pasitos descoyunta­dos de Once in a Lifetime. Se macheteó con la mano el brazo y el público quiso imitarlo. Qué divertido es ver a la gente bailando como en aquel video extraño de 1980.

El público estaba nutrido de cincuenton­es orgullosos que llevaron a los hijos para que vean qué onda. Esos hijos, quizá, también lo ubican por su colaboraci­ón en 2012 con St. Vincent. Aunque esta juventud no brincotea tanto como sus padres cuando escuchan Burning Down the House.

Como ocurre con artistas de larga y prestigiad­a trayectori­a, lo nuevo se escucha con paciencia, pero a lo que de verdad acuden los fanáticos es a escuchar los temas que se volvieron inmortales. Por eso, al final del concierto obra musical, la gente se quedó con ganas de algo. Algunos, incluso, lo comentaron. Les faltó Psycho Killer para sellar la noche. Ya la escucharán de regreso a casa.

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David Byrne y su banda funcionan como coro teatral; tienen coreografí­as, y nadie ocupa un espacio de manera azarosa. Si el de los timbales da un paso a un lado, el guitarrist­a lo hace en armonía, y le sigue o le contrasta el del bombo; todos se mueven...
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