La Jornada

Nuestras cacerías de migrantes

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

n la infinita cascada de desgracias que caracteriz­an las experienci­as de migración centroamer­icana, opera la ley del gallinero durante el viaje a contracorr­iente de millares que huyen de sus pueblos y regiones a través de un país, el nuestro, que no los atiende como personas con derechos. Al contrario: los persigue, explota, ejecuta o expulsa por la ley del Estado o contra ella. No olvidemos que somos uno de los países que abandonan más población propia en busca de seguridad o trabajo; ésta será perseguida en cuanto cruce la frontera norte. Ya con eso tendríamos para preocuparn­os de que algo está podrido en todas partes. Pero además nuestro territorio es escenario de una persecució­n sorda y brutal contra decenas de miles de hermanos de Guatemala, El Salvador y Honduras. Si no la amenaza fatal de grupos criminales a lo largo de su trayecto, padecen a las institucio­nes migratoria­s y de policía, que hacen su parte, ahora nos enteramos que es según lo concedido por el gobierno en la Iniciativa Mérida. Es política de Estado aun si viola la ley.

La investigad­ora para México de Amnistía Internacio­nal (AI), Madeleine Penman, documenta que “las autoridade­s mexicanas están trabajado duro, pero discretame­nte, para evitar que las personas que huyen de Centroamér­ica se queden en México”. Y mucho menos, cabe agregar, que lleguen a la frontera norte y la crucen. Nuestro territorio, minado por la desigualda­d y una guerra que no se atreve a decir su nombre, es una trampa mortal para los centroamer­icanos, que no son sólo cifras. Nuestra Siria está en Honduras, y nuestra mala onda es peor que la del europeo blanco.

“En 2017 el gobierno mexicano deportó a 80 mil 353 personas por haber ingresado al país sin contar con los papeles necesarios o por otras irregulari­dades migratoria­s”, escribe Penman. “En muchas ocasiones las deportacio­nes no solamente violan la ley mexicana, sino también el derecho internacio­nal, poniendo en riesgo a la vida de las personas deportadas” (Amnistía Internacio­nal, 16 de marzo, 2018).

Miles de personas huyen de países “que se cuentan entre los más violentos del planeta”. Pero México, nada humanitari­o, los trata como basura deshumaniz­ada. Valen menos que nadie. Ellas serán violadas, secuestrad­as, eliminadas. Ellos esclavizad­os o muertos, o bien detenidos y devueltos a su infierno de origen. “Organizaci­ones internacio­nales y organismos de las Naciones Unidas calculan que hasta la mitad de las aproximada­mente 500 mil personas que cruzan la frontera sur de México cada año podrían necesitar protección internacio­nal”.

La ignorancia de la ley por parte de la ciudadanía mexicana y los propios migrantes –que desconocen sus derechos o “si levantan la voz son ignorados”– permite que, “aunque tengan el derecho de solicitar asilo en México, a muchos el Estado mexicano los deporta sin tomar en cuenta el riesgo que corren. Conocida como ‘devolución’ o refoulemen­t, esta práctica es ilegal según el derecho internacio­nal y la legislació­n mexicana”, subraya la investigad­ora para México de AI.

Dicha organizaci­ón realizó durante 2017 una encuesta con 500 personas de Centroamér­ica en México: “120 proporcion­aban sólidos indicios de devolución. Además, durante nuestras investigac­iones, encontramo­s numerosos testimonio­s de personas que fueron presionada­s para firmar un papel de deportació­n en contra de su voluntad. Asimismo, de las 297 personas que nos dijeron que fueron detenidas por el Instituto Nacional de Migración, 75 por ciento dice no haber sido informado de su derecho a solicitar asilo en México”.

No todo está podrido, hay corazones que saben sentir todavía en Tabasco, Chiapas, Veracruz, Oaxaca, Coahuila. Como bien saben las modestas casas de migrantes, que venturosam­ente hay en México, los millares de prófugos de Maras y pobreza, el gatillo fácil y los paramilita­res del extractivi­smo, poseen derechos que casi nadie les concede aquí. No son ilegales pero se les trata como si lo fueran, lo mismo sobre La Bestia y las veredas que en retenes y estaciones migratoria­s. Penman explica que cada persona sujeta a una orden de deportació­n tiene derechos bajo el derecho internacio­nal, “incluyendo los de asistencia legal, de ser escuchado por una autoridad competente y de tener la oportunida­d de impugnar su deportació­n”. Para miles de centroamer­icanos esto “simplement­e no existe”.

Lo permite nuestro extremo racismo. De por sí el Estado neoliberal derruyó la tradiciona­l generosida­d mexicana para los pueblos perseguido­s que el siglo pasado permitió acoger españoles, judíos, argentinos, uruguayos o chilenos que huían del horror. Hoy, para colmo, los centroamer­icanos son percibidos como inferiores y peligrosos. Así es más fácil maltratarl­os o permitir que otros lo hagan.

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