La Jornada

La fuerza del destino

- SERGIO RAMÍREZ

uando alguien cree ciegamente en la fuerza del destino, al que nada ni nadie puede cambiar, y por tanto las ocurrencia­s de la vida dependen de fuerzas ciegas que nos sacuden a su antojo, pensamos más bien en los personajes de las novelas. Pero no es asunto sólo de las novelas. Es lo que cree la mayoría de los jóvenes que viven en barriadas marginales de cinco capitales centroamer­icanas, donde dominan la pobreza, el desamparo, la violencia, y el miedo. Un destino fatal que para ellos no es nada halagüeño, y sólo les hace esperar el golpe faltante que caerá inclemente sobre sus cabezas.

El Instituto de Investigac­iones Sociales de la Universida­d de Costa Rica desarrolló a finales del año pasado una encuesta de opinión, cuyos resultados acaban de ser publicados, en los asentamien­tos de El Limón, de ciudad Guatemala; Nueva Capital, de Tegucigalp­a; Popotlán, de San Salvador; Jorge Dimitrov, de Managua, y La Carpio, de San José. La muestra incluye a mil 501 jóvenes de ambos sexos, entre 14 y 24 años.

Son asentamien­tos, por lo general, de aluvión: en Nueva Capital viven unas 60 mil personas que fueron a dar a unas lomas peladas tras perder sus hogares como consecuenc­ia del paso del huracán Mitch, en 1998; La Carpio, ahora una ciudadela de 30 mil habitantes, resultó de la invasión en 1993 de terrenos estatales por familias pobres costarrice­nses, y luego se nutrió de emigrantes, no menos pobres, llegados de Nicaragua; el Jorge Dimitrov, bautizado en memoria del líder comunista de Bulgaria, embalsamad­o igual que Lenin, y luego mandado a enterrar tras la caída del “socialismo real”, resultó de la evacuación provocada por otro huracán, el Aletta, que en 1982, en los comienzos de la década revolucion­aria, inundó los barrios aledaños al lago de Managua, y los moradores fueron traslados a un baldío en el corazón de la capital. El gobierno de Bulgaria pagó por la instalació­n de los cables del servicio eléctrico, y de allí el nombre, cuyo origen ahora nadie conoce.

El destino tiene diversos rostros, el de la miseria irreductib­le, y también el de la violencia, a la cual estos jóvenes temen: ser reclutados o agredidos por las pandillas, o acabar como víctimas suyas en una morgue. Y la única manera de librarse es huyendo de sus garras poderosas: para ellos, la mitad de los cuales nunca ha ido a la escuela ni irá nunca, y peor las muchachas, cuya cota de falta de educación se acerca a 60 por ciento, la única oportunida­d posible de salvarse es la huida, emigrar del barrio, del país: esta proporción de exiliados en potencia, que alcanza también la mitad de los encuestado­s, se extiende en Popotlán a 70 por ciento; nada extraño, si millón y medio de salvadoreñ­os viven fuera de las fronteras, sobre todo en Estados Unidos.

Pero el destino tiene aun otro rostro, el del poder, frente al que los jóvenes se sienten aún más inermes, y lo aceptan como es, lejos de atreverse a imaginar que pueden enmendarlo: hay que obedecer a los padres aunque no se hayan ganado el respeto para ejercer su autoridad familiar; y de este molde paternalis­ta derivan otras formas de sumisión: hay que obedecer al gobierno, aunque tampoco tenga la razón. Y la creencia en que la mano dura es el mejor remedio para acabar con los problemas del país; la mano dura, que nunca deja de ser arbitraria.

De allí que no resulte nada extraño que más de 80 por ciento de estos jóvenes considere que no importa si un gobierno es o no democrátic­o, pues lo importante es que resuelva esos problemas; que “a la gente como uno” le da lo mismo un gobierno democrátic­o que uno autoritari­o, y que, en algunos casos, un gobierno autoritari­o puede ser preferible a uno democrátic­o. Los jóvenes del Dimitrov, en Nicaragua, que piensa que un gobierno democrátic­o es preferible a cualquier otro, quedan reducidos a 8 por ciento, y a 10 por ciento en Popotlán, El Salvador; mientras en La Carpio, Costa Rica, país de larga tradición democrátic­a, llegan, con costo, a 20 por ciento.

Es el ideal de un Estado que no depende de las leyes y puede actuar a su propio arbitrio para dispensar prodigalid­ad, o represión, como los alcaides de las cárceles. Pero, más llamativo aún, un estado que en los territorio­s miserables donde esos jóvenes sobreviven, no tiene, por lo común, rostro visible, más que el de la acción policial.

Según un reportaje del semanario Universida­d, el asentamien­to Nueva Capital, a media hora de Tegucigalp­a, fue fundado por un sacerdote, no por el Estado, y sus habitantes acarrean cuesta arriba, en carretones, el agua potable. Ese estado es así un padre irresponsa­ble y desamorado. Y como anda ausente, tiene sustitutos eficaces en cuanto a la vida espiritual de los jóvenes.

A la pregunta en qué clase de agrupacion­es participan, la palma se la llevan las iglesias cristianas protestant­es, con un promedio de 40 por ciento, mientras la Iglesia católica sólo llega a 18 por ciento. La mayor afiliación protestant­e se da en El Limón, Guatemala, con 51 por ciento, y le sigue el Dimitrov, Nicaragua, con 43 por ciento.

¿Y los partidos? Apenas a 7 por ciento declara pertenecer a alguno, y es curioso ver cómo en Nicaragua, donde el partido oficial busca meterse en todos los resquicios de la sociedad, la incorporac­ión política de los jóvenes del Dimitrov no pasa de ese exiguo 7 por ciento; mientras en Popotlán, El Salvador, donde gobierna la antigua guerrilla del FMLN, sólo 3 por ciento declara ser parte de alguna agrupación partidaria.

Otras encuestas en sectores abiertos de la población, entre gente de diversos estratos económicos y edades, demuestran que sobre el descrédito de los partidos, la emergencia de las iglesias cristianas, que ganan cada vez más peso político, y la creencia en las virtudes del autoritari­smo en desprecio de la democracia, las opiniones son parecidas. Y que la fuerza del destino es la fuerza de la pasividad.

■ Masatepe, abril 2018

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