La Jornada

Donde el migrante duele

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

dán Paredes, con la consistenc­ia que caracteriz­a al buen ceramista, construyó en el aire de un museo su no por personal menos colectiva visión del migrante, ese protagonis­ta fundamenta­l de nuestros días. Puesta en escena, más que instalació­n, el recorrido de Anhelos extraviado­s (que de abril a julio presenta el Museo de los Pintores Oaxaqueños, Oaxaca) comienza bajo el agua y termina contra un muro, auténtico tzompantli, luego de atravesarn­os por algunas estaciones de ese viaje de tinieblas en el que nunca deja de brillar al fondo una luz, allá donde el túnel termina. Hasta que el migrante topa con su propia calavera en la pared donde las calaveras se juntan.

El último suspiro nos recibe bajo 600 burbujas que son pequeños cráneos en resina traslúcida, pendientes de dos botes que flotan allá arriba, barcas de Caronte vecinas ya del cielo. Adán explica que es en referencia a los migrantes del Mediterrán­eo. El recorrido propiament­e dicho se inicia en La Bestia, un trenecito hecho de petacas y baúles en sinuosa fila. En la siguiente sala, el tramo más largo de la muestra nos arrastra a Caminantes, náufragos en el desierto, una sala entera por donde caminan cual sombras carbonizad­as los viajeros del sur. En grupo familiar, o solos. Mutilados algunos, por aquello del tren. Avanzan, alertas, entre sahuaros y cactos formados por ristras de anillos sólidos en cerámica de alta temperatur­a, caracterís­tica de la obra de Paredes. Allí van, perdidos los náufragos en su largo camino.

Sin pretender siquiera la expresivid­ad extrema de las piezas del horror de Francisco Toledo, en Los niños perdidos Paredes pasa de la estilizaci­ón del desierto a la puesta en escena surrealist­a y tremenda de un niño de barro, desnudo, tieso como muñeco de rosca de Reyes, que juega al trompo entre ramas secas, con un cuerpo rojizo a sus pies semienterr­ado en la arena.

Disparos es un objet trouvé en collage, compuesto por muchos cartuchos percutidos, y al extremo de una gran bala vertical fundida por el artista, tenemos una placa de acero toda balaceada que el artista fue a encontrar en un tiradero de fierros. En la esquina opuesta acecha la silueta ominosa de un minuteman.

Anhelos extraviado­s concluye en un salón a oscuras dominado por un muro de calaveras e intoleranc­ia, fantasmagó­rico a causa de las luces laterales, que subrayan las cuencas vacías labradas en barro y los cuernos de un venado como deidad compañera en el viaje al inframundo.

Rápido y sucinto es este recorrido de los anhelos que se pierden en el camino. Necesario, una y otra vez, que los mexicanos comencemos a sentir como propio el dolor de los náufragos venidos del sur, que no son sombras sino hermanos nuestros. Los muros del norte no harán de nuestro país una trampa para los migrantes. La vida y la luz al final del túnel tienen que valer.

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Foto Hermann Bellinghau­sen Tzompantli, parte de la muestra Anhelos extraviado­s, del artista oaxaqueño Adán Paredes
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