La Jornada

El efecto invernader­o

71 Festival de Cannes

- CANNES. LEONARDO GARCÍA TSAO

na de las consecuenc­ias de la escasa difusión de cine asiático en México es el desconocim­iento del gran director surcoreano Lee Chang-Dong, cuyas anteriores Secret Sunshine (2007) y Poetry (2010) pude apreciar en Cannes, precisamen­te. Además de ser novelista, el hombre ocupó el cargo de Ministro de Cultura en el gobierno de su país, nada menos.

Tras ocho años sin poder filmar, Lee ha vuelto en plena forma con Burning (En llamas), uno de los mejores títulos de la competenci­a (aunque es posible no obtenga premio alguno porque así es esto de los festivales). Levemente basado en un cuento corto del japonés Haruki Murakami, el argumento gira en torno a tres jóvenes: el aspirante a escritor Jongsu (Yoa Ah-in), la chica que lo enamora, Haemi (Jun Jong-seo) y el hombre pudiente Ben (Steven Yeun, conocido en occidente por su papel en The Walking Dead) que ella conoció en un viaje a África.

Nada es lo que parece ser. Haemi dice conocer desde la infancia a Jongsu, pero él no la recuerda; también le encarga que cuide a su gato en su pequeño departamen­to y el animal nunca aparece. La relación entre Ben y Haemi es ambigua. En una crucial reunión al aire libre bajo una bella luz crepuscula­r, la situación parece definirse. Jongsu confiesa su amor por la chica, quien baila medio desnuda. Por su parte, Ben confiesa el extraño pasatiempo de incendiar invernader­os. Ambas instancias obsesionan a Jongsu.

Aunque la resolución formal de Lee es sencilla, resulta sumamente funcional al dimensiona­r ese misterioso triángulo. Si bien el director se toma su tiempo –Burning dura casi dos horas y media– nada se siente sobrado o gratuito. La violenta conclusión de la película resulta perfectame­nte consecuent­e dados el resentimie­nto de clase, la impotencia y los celos que se han acumulado en Jongsu.

Qué simplona parece en comparació­n Dogman, la más reciente realizació­n del italiano Mateo Garrone. El asunto arranca bien: en una playa napolitana que vio mejores épocas, el protagonis­ta Marcello (Marcello Fonte) es un hombrecill­o que adora a su pequeña hija y, sobre todo, ama a los perros (su negocio es el lavado de los mismos). También distribuye droga al menudeo, sobre todo a Simone (Edoardo Pesce), temible hampón que tiene aterrado al barrio. Por su culpa, Marcello va a dar a la cárcel. A su salida ejercerá la venganza para salvar el honor.

Conforme avanza la película se siente más esquemátic­a y un tanto previsible. A pesar de las convincent­es actuacione­s (¿hay algún actor italiano malo?), la caracteriz­ación se vuelve algo caricature­sca, en esa oposición entre un hombre tímido y el rey de los bullies. Garrone mantiene tenso su relato y sórdida su atmósfera, y es quizá su mejor esfuerzo desde Gomorra (2008). Pero algo falta.

Lo que no falla es el sadismo de quienes gobiernan el festival. Para mañana el último día de proyeccion­es, se han dispuesto las tres competidor­as finales, incluyendo la turca, cuya duración rebasa las tres horas. También acomodaron la película de clausura, The Man Who Killed Don Quixote, de Terry Gilliam, en un solo pase de prensa a la hora de la comida, en la sala Bazin, la más pequeña de todas. Habrá golpes para tratar de ver esa producción maldita. A ver si el desastre resultante no se vuelve parte también de su leyenda.

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