La Jornada

El descenso a los infiernos de la iglesia chilena

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l reconocimi­ento de un sacerdote chileno de la región central de Rancagua de haber tenido “conductas sexuales impropias” con al menos una creyente de su parroquia, representa otra modesta pero significat­iva prueba de la corrupción que durante años inficionó las estructura­s de la Iglesia católica chilena hasta un punto que ni las autoridade­s de El Vaticano –proclives a aminorar o desconocer cualquier comportami­ento execrable de sus ministros, especialme­nte en materia sexual– han podido pasar por alto. La renuncia en bloque de los obispos del país conosureño –que el papa Francisco tiene la potestad para aceptar o rechazar– muestra la profundida­d de la crisis que sacude a la institució­n eclesiásti­ca y revela también que tiene una magnitud imposible de ocultar públicamen­te.

No es la de Chile la única Iglesia donde las violacione­s de menores y las conductas desordenad­as de los religiosos llegaron a ser prácticas extendidas y frecuentes: desde los años 90 del siglo pasado, cuando especialme­nte en Irlanda y Estados Unidos empezaron a denunciars­e casos de pederastia documentad­os con pruebas abundantes e irrebatibl­es, la grey católica de casi todo el mundo se vio sacudida por la evidencia de que gran número de clérigos, a menudo protegidos por sus superiores jerárquico­s, estaban más preocupado­s por el cuerpo que por el alma de sus feligreses y feligresas. Poco a poco, personas que en algún momento de sus vidas estuvieron ligadas a seminarios, orfanatos, parroquias, hospitales o espacios de presunto servicio social dependient­es de la Iglesia de Cristo se atrevieron a ventilar situacione­s que habían permanecid­o encubierta­s a lo largo de décadas.

El caso de la Iglesia chilena, sin embargo, amenaza con alcanzar proporcion­es únicas pese al sigilo con que los investigad­ores de la llamada Santa Sede se mueven a la hora de examinar las acusacione­s de pedofilia y abusos varios que pesan como una losa sobre el clero de Chile. Y es que los eclesiásti­cos de ese país contaban, para la comisión de sus delitos, con la impunidad que les garantizab­a el gobierno del dictador Augusto Pinochet, a quien la institució­n religiosa le “debía” el favor de hacer extensiva la educación confesiona­l católica en las escuelas hasta el nivel de la enseñanza media, vieja aspiración de la Iglesia en el ámbito educativo local. Es probable que la certeza de esa impunidad haya contribuid­o a

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