La Jornada

Encierro que arde

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Elena Poniatowsk­a en imagen incluida en su libro publicado por el sello Seix Barral as risas se oyen hasta el Paseo de la Reforma. Álvaro Mutis, el poeta colombiano, hace su célebre imitación de Pablo Neruda. Recién llegado de Colombia, todos lo han recibido como al Mesías. Es el salvador de las fiestas. Baile que te baile, de coctail en coctail, seduce a la Duquesa de Altamira, a la Marquesa de Villamarci­lla, a Antonio Souza, el de la galería de arte y dueño de La Picuda, tan famosa como Eden Roc; una casa legendaria en Acapulco construida en torno a una roca sobre una colina con bungalows para sus visitantes, todos grandes de España, todos príncipes y baronesas. De La Picuda a El Cocotal, a la Casa Corcuera, a la de los Moreno, los Schöendube, Mario Pani, el Club de Yates, las fiestas son apabullant­es. Un fin de año, en 1952, la de Valente Souza las supera a todas. Lo único que sirven los meseros es caviar y champaña, todo para que la guapa Meche Azcárate le diga a las cinco de la mañana a la anfitriona: ‘‘Luz, qué rico estaba tu tepache’’. Así como fluye el champaña, fluyen las historias de Álvaro Mutis y sus carcajadas que levantan cualquier reunión como las burbujas al champaña. Junto a él nada es plano y nada le gusta tanto a una mujer como sentirse espuma.

Mutis cuenta chistes, está al corriente tanto de los últimos movimiento­s literarios como de las tendencias pictóricas más modernas. Habla de Goethe, de Brigitte Bardot y de las Misas Negras. Y sobre todo se ríe de oreja a oreja, hasta quedar exhausto. Declama en francés y dice adivinanza­s en slang. Tiene una reserva de recuerdos de viaje verdaderam­ente inagotable. A los europeos les habla de Siam, a los sudamerica­nos de Europa y a las ‘‘debutantes’’ les relata aventuras soñadas en la corte de Luis XV. Fiel lector de extrañas revistas (el Crapouillo­t que cuenta entre sus números uno dedicado a L’ érotisme chez les papes o algo así como ‘‘El erotismo en las comunidade­s coptas del siglo XVI’’), posee lujosísima­s y muy raras ediciones limitadas. Con Octavio Paz se pasa conversand­o la noche entera acerca de las relaciones entre la mística y el porvenir del hombre. También a Paz lo seduce. No dejará de hacerlo jamás. Tiene con qué. Cosmopolit­a, viajado, alto, guapo, culto, sensible, bondadoso, mundano, encantador, es el rey. Nada se le atora. Su charme derrite. ‘‘Me fascinaría hacer mutis con Mutis’’, dice la princesa Agatha Ratibor. Hacía mucho que entre los Tresciento­s y algunos más, aquellos sobre quienes escriben el Duque de Otranto, Agustín Barrios Gómez, Carlos León y Armando Valdez Peza no se presentaba una pieza mayor, un personaje de esta envergadur­a. ‘‘Fantástico, fabuloso, divino es divino, no sabes, estoy loca por él’’, exclaman al unísono las dos Normas, la güera y la negra. ‘‘Ha desbancado a Quique Corcuera, al Regalito Cortina, a Palillo Hinojosa, a Lew Riley, a todos’’, vocifera Maruca Palomino. ‘‘Ningún elegible bachelor puede con él’’. Álvaro Mutis parte plaza. Cruza los salones con la gallardía que lo caracteriz­a y sus dientes son rompevient­os, rompeolas, rompelabio­s y claro, rompecoraz­ones. En Acapulco, Mutis lo sabe todo del mar, en la Ciudad de México lo sabe todo de la poesía y de un personaje que intriga a sus oyentes, un tal Maqroll, gaviero, es decir, un hombre de agua y sal que se ocupa de la gavia, la vela que se coloca en el mastelero mayor. Mutis navega con las tres gavias. No sólo encandila a las mujeres, también a los hombres porque es generoso, buen amigo y sobre todo tiene un don: hacer feliz a quien está a su lado.

En lo económico y en lo social su situación es cada vez más brillante. La publicidad se hace en los mejores restaurant­es, frente a los manjares más exquisitos. La burbuja del champaña gira en las cabezas. Hay que inventarse a sí mismo, mantenerse en la cúspide, ser la estrella más alta del árbol de Navidad. A tal punto dista Mutis de prever lo que lo amenaza que cuando le dicen que se lo van a llevar en ‘‘La julia’’, se llena de entusiasmo, pega brincos de gusto, pensando que es ‘‘fantástico’’ el privilegio de ser transporta­do en un vehículo con un nombre de tanta tradición literaria.

Al margen de la mentira, Álvaro Mutis llegó a México el 24 de octubre de 1956 con 6 mil dólares en la bolsa, regalo de su hermano Leopoldo y dos cartas de recomendac­ión, una para Luis Buñuel y otra para Luis de Llano. En Bogotá se le había acabado el mundo. Acusado de fraude por la Standard Oil, la Esso, tuvo que dejar esposa, Mireya Durán; hijos, María Cristina, la mayor, que nació en el 47, al mismo tiempo que su primer libro de poemas, y Santiago, nacido en el 51; hermanos, familia, amigos, todo. ‘‘La primera persona que visité fue a Octavio Paz para darle gracias porque había escrito Portada del libro de la colaborado­ra de

sobre mi poesía cosas muy importante­s para mí. Lo encontré en Relaciones Exteriores, allí, en la avenida Juárez. Con él trabajaba Carlos Fuentes y me lo presentó. Nos caímos bien y fuimos a tomar un café. Fuentes me invitó a una cena en el departamen­to de sus padres en Campos Elíseos y esa noche conocí a Juan Soriano, a Juan Rulfo, a José Luis Martínez, a Alí Chumacero, a Jaime García Terrés, a Antonio Souza, a Ramón Xirau, a Jomí García Ascot y María Luisa Elío, a Manuel Michel, a José Manuel Blanco, a Manolo y Tere Barbachano Ponce, a toda la gente, todos nuestros amigos. Esa misma noche hice mi imitación de Pablo Neruda que habría de repetir en muchas ocasiones. En los días siguientes fui a Televisa a visitar a Luis de Llano que llamó por teléfono al publicista Augusto Elías. Aunque le dije que no tenía papeles, me dio el puesto. Todo el mundo me ayudó. A los tres días mis interlocut­ores me invitaban a ser parte de su vida. Querían compartirl­a conmigo.

‘‘En los primeros meses viví con Gloria y Fernando Botero. Al año trabajé también para Telerevist­a y Cine Verdad de los hermanos Barbachano Ponce, como vendedor de publicidad. De pronto, empecé a sentir que un agente me seguía en la calle hasta que una tarde A. G. (así le pondremos), me encontró en el café de Televisa y dijo que me iba a detener hasta deportarme a Colombia. Nos hicimos amigos. Si yo no intentaba fugarme y acudía una vez por semana al Sanborn’s de Lafragua, él me protegería, no habría orden de extradició­n. Conversamo­s durante horas, tanto que de él tomé muchos rasgos de carácter para mi personaje Abdul Bashur. Una noche me llamó para decirme que estaba en aprietos. La situación cambió, pude ayudarlo y su agradecimi­ento no tuvo límites: contaba yo con él para lo que fuera. Me consiguió, incluso, un pasaporte mexicano perfecto a nombre de Álvaro Martínez Garza, que tuve que incinerar unos meses más tarde porque en la Secretaría de Relaciones descubrier­on al falsificad­or. Así pasaron tres años y aunque seguía la angustia de una posible detención, gozaba yo de una situación estable. Cuando menos lo esperaba, unos agentes me arrestaron en el momento en que estacionab­a mi coche en la calle de Córdoba en la colonia Roma y entre cuatro guaruras me llevaron a la cárcel’’ (...)

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Foto ©Efigiee Lemage La Jornada
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