La Jornada

Sombra verde

MAR DE HISTORIAS

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III

La fiesta de cumpleaños terminó en tragedia. Al poco tiempo Irineo se fue de México, no sabemos a dónde. Tal vez nunca regrese ni vuelva a tener contacto con su familia y sus antiguos conocidos. El aislamient­o que se impuso debe lastimarlo mucho, pero desde luego menos que el recuerdo. Estoy segura de que todos los que aprecian a Irineo desean para él lo mismo que yo: que haya podido olvidar lo que ocurrió aquel domingo.

El cielo amaneció despejado, cosa muy convenient­e porque, como en otras celebracio­nes infantiles, íbamos a realizar la fiesta para Carlo en la glorieta. Adornamos las ramas del pirú con globos de colores y “suertes” para los niños; alrededor de su tronco distribuim­os sillas y mesas plegables. Tendríamos que retirarlas a la una de la tarde, hora en que iban a llegar Canela y Pistachito: dos payasos que animaban lo mismo fiestas infantiles que despedidas de soltero. Más allá de su trabajo artístico, ella era cultora de belleza y él taxista. Su actuación fue divertida y breve.

A las dos de la tarde empezamos a colocar sobre las mesas los platos de cartón y los refrescos. Mientras llegaba el momento de servir la comida, los niños quisieron subirse al pirú para bajar los globos y las “suertes”. Asombrado, Carlo se mantuvo inmóvil. Irineo le preguntó por qué no hacía lo mismo que sus amigos y el niño le respondió que le daba miedo.

Para animarlo y desterrar su temor, Irineo empezó a subir por el tronco. Cuando llegó a una rama alta se detuvo: “¿Ves que no me pasó nada. Te va a gustar. Ánimate, Carlo, sube y demuéstran­os que eres un muchachito fuerte y valiente.” Mientras el niño realizaba lo que para él era una auténtica proeza, todos lo apoyamos con expresione­s de admiración y aplausos.

Poco antes de que llegar adonde lo esperaba su primo, Carlo resbaló, cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra una piedra. En medio de la sorpresa y el desconcier­to guardamos silencio. Al cabo de unos segundos se escucharon gritos y luego, en absoluto desorden, rodeamos al niño para adivinar las consecuenc­ias del accidente. Alguien ordenó que tocáramos al herido. Un afilador que había visto la escena pidió auxilio por el celular.

Los intentos de los paramédico­s por reanimar a Carlo fueron inútiles: murió. Pasado el novenario pusimos el nicho en el trono del árbol para señalar el sitio donde el niño había muerto a los seis años: injusticia de la vida que entre dos fechas haya un espacio tan breve.

Desde aquellos días nada volvió a ser como antes. En derredor del pirú colocamos una rejilla para evitar que otros niños subieran por su tronco. Aislado, el árbol, que es como nuestro abuelo, permanece en pie, sano, lleno de vida y de recuerdos. De sus ramas siguen cayendo esferas rojas. A raíz de la tragedia, muchas personas empezaron a decir que esos frutos eran lágrimas por la muerte de Carlo. Nadie dudó que eso fuera verdad, y no me extraña. En este barrio, desde que yo me acuerdo, las personas y los hechos pronto inspiraban una nueva leyenda.

A la memoria del muy querido Federico Álvarez.

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