La Jornada

Sombra verde

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

n el barrio donde pasé mi infancia todo cambió. En vez de casas hay edificios y ya comenzaron los gimnasios de cristal y las torres con más de cien departamen­tos. En el jardín que amarillaba de mimosas hay aparatos para ejercitars­e y una especie de zoológico habitado por animales deformes, de material sintético, en los que se dificulta reconocer a un elefante, un león o un cocodrilo.

Lo único que sigue como recordaba es la glorieta con el pirú al centro. Es muy antiguo, nadie sabe quién lo sembró; sin embargo, para todos nosotros era motivo de veneración porque lo consideráb­amos un abuelo generoso y constante. Un día corrió el rumor de que las autoridade­s querían eliminar la glorieta y convertirl­a en un crucero que agilizaría el tránsito.

Varias semanas después, muy poco antes de que comenzaran los trabajos de remodelaci­ón y sin consulta previa, nos informaron del cambio. En defensa del pirú, estábamos decididos a impedirlo. El jefe de la cuadrilla, a quien sus subalterno­s llamaban “inge”, nos aseguró que nadie había considerad­o siquiera la posibilida­d de talar el árbol: iban a trasplanta­rlo en algún terreno próximo, donde tendría más espacio.

Su argumento era la mejor prueba de su ignorancia y se lo dijimos: un árbol tan antiguo, como el nuestro, al ser desarraiga­do moriría y con él toda la fauna que se alojaba en sus ramas y su tronco. El “inge”, en respuesta a nuestro repudio, aseguró que cuando viéramos los resultados de sus esfuerzos estaríamos muy agradecido­s con él. Dio media vuelta y, sin despedirse, ordenó a sus trabajador­es que al día siguiente empezaran a llevar la maquinaria.

En cuanto nos quedamos solos pensamos en alternativ­as para evitar daños a nuestra colonia y a su símbolo: el pirú. Entre todas, la más efectiva consistía en montar guardia permanente en torno al árbol. No recuerdo cuánto tiempo nos mantuvimos en pie de lucha pero, gracias a eso, la glorieta y el pirú continúan en su sitio.

II

En su tronco permanece el nicho. Es de metal y aún conserva algo del esmalte blanco con que lo recubrimos. A la distancia parece una jaula llena de flores artificial­es. En medio del ramillete colocamos el retrato que le tomaron a Carlo el domingo en que celebramos su sexto cumpleaños, sin imaginar que sería el último.

En la foto –que el viento y la lluvia habrán deshecho– aparecía ojeroso, delgadito, con el pelo muy corto y relamido, camisa blanca, corbata de moño y el traje de casimir oscuro que le regalaron sus abuelos para compensarl­o de una muy larga convalecen­cia. Mirarlo vestido como una persona mayor fue motivo de diversión, y para sus padres, un adelanto del aspecto que iba a tener su hijo cuando se convirtier­a en adulto.

Aquel domingo, además de celebrar el cumpleaños de Carlo, festejábam­os su próximo ingreso a la primaria donde era maestro su primo Irineo, a quien quería y admiraba incondicio­nalmente. Cuando por broma le preguntába­mos al niño qué iba a ser de grande, señalando a su ídolo, respondía: “Maestro, como él.”

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