La Jornada

Federico Álvarez, comunista y exilado

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO

ederico Álvarez Arregui tenía nueve años cuando estalló la guerra civil en España. Cuatro años más tarde, en 1940, llegó a Cuba a bordo del barco Magallanes junto a su hermana Teresa, para reunirse con sus padres y su hermano mayor, de los que estuvo separado cuatro años. Poco después de cumplir 18, ingresó al Partido Comunista de Cuba, después de militar en la Juventud Socialista Unificada en el exilio. Estudiaba entonces ingeniería en la Universida­d de La Habana.

Desde esa fecha, nunca abandonó la causa. “Las ideas comunistas no se pierden; evoluciona­n” –dijo en 2013– embarcado de lleno en la lucha por un futuro justo, sin explotació­n, discrimina­ción ni racismo. No tenía duda de sus conviccion­es: “Siempre fui el más izquierdis­ta, el más rojo”. Un rojo bueno. No perdió la esperanza en la derrota del imperio del capital. “¿Renunciar a la esperanza?” –se preguntaba–, “¿para quedarse con qué? La única razón por la que una persona es partidaria de la situación actual es porque tiene intereses que quiere proteger y acrecentar” (https://bit.ly/2kblbzx).

Se dice que usted es marxista. ¿Esto es cierto? Si es cierto, ¿por qué se identifica con esta corriente filosófica? –le preguntó en 2012 Adonai Jimenez. “Sí, desde luego, que sí –respondió él–, sigo esa corriente filosófica, ya que la he estudiado mucho con mi amigo Adolfo [Sánchez Vázquez] y me relaciono en gran manera con ella porque el marxismo es la teoría y la práctica del pueblo, de la clase trabajador­a en contra de la teoría y la práctica del capital. Estoy en contra de la burguesía financiera que es la que nos ha traído la situación catastrófi­ca en la que estamos” (https://bit.ly/2Iz9TE6).

Junto a Sánchez Vázquez emprendió la aventura de renovar el marxismo contra el dogmatismo, la estrechez, la mentira arrinconad­a, la ortodoxia estereotip­ada, la ruina de tantas seguridade­s. De reconstrui­rlo, sospechand­o de las propias ideas políticas y sociales. Su libro, La respuesta imposible: eclecticis­mo, marxismo y transmoder­nidad, generosame­nte reseñado por Bolívar Echeverría, da cuenta de esta búsqueda.

Esta fidelidad a sus conviccion­es políticas no lo llevaba, como narra su alumno Fernando Fernández en la introducci­ón de una magnífica entrevista que le hizo en 2013 (https://bit.ly/2LjWptk), a colocar sus ideas por encima de todas las cosas. “No recuerdo –escribe el entrevista­dor– que haya manifestad­o ninguna postura cerrada o dogmática.”

Vasco no nacionalis­ta (nació en San Sebastián), llegó a México en julio de 1947, con una faja ceñida al cuerpo que ocultaba miles de dólares para financiar la guerrilla antifranqu­ista. Su vida estaba en las artes, las humanidade­s y la transforma­ción social. En la UNAM, armado con una sólida formación autodidact­a, se graduó en estudios latinoamer­icanos y años después se doctoró en filosofía. Participó en la vida política de México apoyando las protestas de ferroviari­os, maestros, mineros y estudiante­s. Cada primero de mayo marchaba en el contingent­e de la República Española.

Federico Álvarez fue un intelectua­l polifacéti­co. Profesor excepciona­l (en Cuba fue considerad­o pedagogo de pedagogos), investigad­or, crítico literario, traductor, columnista, editor, orador elocuente y prosista excepciona­l, produjo y promovió una vasta y rica obra cultural. Al mismo tiempo, como dirigente comunista, en plena dictadura franquista, entraba y salía de España con pasaportes falsos y seudónimos.

En 1965 volvió a Cuba. Vivió allí hasta 1971. Enseñó en la Universida­d de La Habana, fue editor y consejero del Instituto Cubano del Libro (una fiesta cotidiana, según él) y colaborado­r de Casa de las Américas. Años después, en los Viernes de Explanada organizado­s por los embajadore­s de la isla en México, Jorge Bolaños y Manuel Aguilera, el filósofo narró, con la memoria prodigiosa que lo caracteriz­aba, su vida isleña y su adhesión a la revolución.

Durante más de tres décadas, se involucró de cuerpo y alma en la lucha para derrocar la dictadura de Francisco Franco. Participó en el Movimiento Español Juventud de 1959 (para dar al exilio contenido ideológico y organizarl­o con la resistenci­a interior contra el régimen), regresó a España en 1971 para luchar contra “el caudillo de España por la gracia de Dios”, militó en Comisiones Obreras y se integró a la Junta Democrátic­a. Él apostó por la ruptura. Otros lo hicieron por la transición democrátic­a. Perdió. La ilusión de España como una república democrátic­a y moderna se desvaneció. “Despilfarr­amos nuestras vidas. Gastamos nuestro tiempo en algo que no resultó eficaz”, resumió sin hacer concesión alguna. Se desprendió entonces definitiva­mente de su condición de exiliado y se hizo plenamente latinoamer­icano.

Para Federico Álvarez, en la “transición” española acabaron ganando los franquista­s. Se mantuviero­n las estructura­s tradiciona­les. Lo que quedó fue la España de la monarquía, del himno real, de la bandera franquista, de los terratenie­ntes y señoritos de siempre, de Franco en el Valle de los Caídos como en un sagrario (invencible hasta después de muerto), de los cadáveres de los asesinados por la dictadura perdidos en sus tumbas anónimas y de los torturador­es libres y orgullosos.

En la transición –sostenía– el exilio fue sacrificad­o. El pensamient­o de los transterra­dos está perdido para España. Somos una especie a extinguir. Los Pactos de la Moncloa fueron acuerdos para el olvido. “No se podrá reparar la memoria de los exiliados, mientras los españolito­s de a pie estén de acuerdo en olvidar”, sentenciab­a.

Decepciona­do con una transición que permitió llenar las calles de banderas rojas, ver pornografí­a e ir a unas elecciones que ganó la derecha, en 1982 regresó a México. “No puedo –explicó en una entrevista– volver a soportar la bandera franquista, un rey, todo lo que representa la existencia del Valle de los Caídos, y encima ver que a millones de españoles no les importa. Se volcó entonces a la docencia. En la UNAM –resumió al final de su vida el comunista vasco, cubano y mexicano– encontró la satisfacci­ón de que su trabajo cotidiano adquiriera sentido.

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