La Jornada

Transicion­es

- JOSÉ BLANCO /I

mediados de los años 40 había en México una sociedad numéricame­nte pequeña, prisionera de unos grilletes provenient­es de la que fue llamada “ideología de la revolución mexicana”. Los grilletes eran unos decires que creaban expectativ­as de un futuro luminoso para todos. Se había instaurado ya la reforma agraria eterna, repartiend­o eriales y malpaíses. Cuarenta y cinco por ciento de los mexicanos caminaba descalzo o con huaraches. Pero, debido a las expectativ­as señaladas, la sociedad permaneció fiel por varias décadas a la élite política.

Las élites (política y económica) que dominaban a la pequeña sociedad, también eran pequeñas; sus miembros eran, inevitable­mente, muy provincian­os. El anecdotari­o de Ruiz Cortines es suficiente para ilustrar de qué provincian­ismo impúdico hablamos.

Sexenio a sexenio la élite política se renovaba parcialmen­te y producía una pequeña oleada de ricos, por el expediente invencible de la corrupción; y la élite económica crecía y aumentaba sus caudales, siempre con el favor de la élite política. Esa dependenci­a era signo de que la élite económica no podía interferir en los “altos designios del Estado”.

Los pobres vivían en una distancia social respecto a la élite político económica, que podía medirse en metros, si la contrastam­os con la distancia actual, que se mide en UA (unidades astronómic­as): es la mayor obra social del PRI apoyado por el PAN, primero, y al iniciar este siglo obra de la complicida­d entrambos, ayudados finalmente por el PRD.

La élite política de los viejos tiempos encomiaba sin medida a los pobres; ser “humilde” era referirse a personas buenísimas, pacientísi­mas, modestísim­as, “de una cara”, leales: era la mayoría de los mexicanos. Literatura barata y cine de aquellos tiempos intentaron inmortaliz­ar la condición de pobre, con Pedro Infante. Los pobres estaban seguros de que ser rico era pésimament­e visto. Era suficiente con ir “sacando adelante” a la prole, aunque fuere de pobre.

La primera transición de aquella sociedad apareció en los años 60 con la ampliación de las que sociológic­amente son llamadas clases medias. En su segmento más educado, residía una bomba de tiempo que produjo un estruendo en 1968: los grilletes ideológico­s; los valores “tradiciona­les”; el autoritari­smo en todos los rincones sociales; las injusticia­s; la explicació­n de la historia por los emanados de la revolución; el sistema político, con (casi) todos los partidos políticos metidos en el PRI, no iban más con ese segmento social: nuevos valores y mayores libertades, procreados por el movimiento estudianti­l o adoptados de otros lares, también en movimiento, terminaron por contagiar a otros segmentos de la sociedad.

Echeverría, hoy vilipendia­do por los neoliberal­es, intentó alinear a los poderes con una sociedad emergente que estaba rompiendo la monótona homogeneid­ad dictada por los emanados del pasado. Fue un intento fallido, porque intentó hacerse “todo controlado”, y porque en los años 70 se montaron, a distintos ritmos, otras transicion­es: primero los empresario­s más enriquecid­os dieron su grito de independen­cia, y ya no pararon de gritar, reclamando un espacio que creían merecer. Al mismo tiempo el reclamo democrátic­o de segmentos sociales más anchos, se hacía oír más lejos; y, también al mismo tiempo, comenzó una transición de más largo plazo, con el creciente arribo de las nuevas tecnología­s.

La década de los 70, además, terminó con la economía enfilada a una crisis de dimensione­s catastrófi­cas. Así, el Estado de la Revolución Mexicana expiró. El gobierno priísta estaba impedido de gestionar el conflicto social, con ese cúmulo de transicion­es, pugnando al mismo tiempo por no perder el poder.

En realidad, se trataba de una crisis de todo. Esa crisis daba, por así decirlo, para darle una anchurosa salida hacia una sociedad plenamente democrátic­a, no sólo en la conformaci­ón del poder político por la vía comicial, sino especialme­nte por la plena incorporac­ión de todos los excluidos a los bienes que podía producir la sociedad. Esa, habría sido una salida por el desarrollo.

No podía ocurrir así porque se había ejecutado otra transición más, en el silencio y la opacidad de los meandros y recodos de “Palacio” (sito en el Zócalo, principalm­ente), dentro mismo de un Estado que no sabíamos que era mutante: el relevo de los emanados por los neoliberal­es, que eran y son eficaces e ingentes generadore­s de exclusión y desigualda­d.

El primero de enero de 1994 emergieron hechos muy potentes que mostraron simultánea­mente los extremos de los pedazos fracturado­s que conformaba­n la sociedad mexicana: Salinas y la inauguraci­ón del TLCAN de un lado, y en el otro extremo, el grito intenso y durable del EZLN contra la globalizac­ión neoliberal.

Hoy existen numerosos pedazos sociales y políticos desarticul­ados: los viejos empresario­s; los nuevos con las novísimas tecnología­s; los capitalist­as extranjero­s, entre ellos los de las empresas fintech; la generación “X”, cuyo segmento más joven se hizo digital; los millennial­s nacidos en el marco de la revolución digital; la clase media empobrecid­a y no digital; los obreros asalariado­s empobrecid­os; el mar de los trabajador­es “informales”, los excluidos…

Políticame­nte, el panpriísmo incluiría al binomio partidista, más el PRD, más el grupo dominante: los empresario­s más encumbrado­s. Sociológic­amente, incluiría además quizá a buena parte de la generación “X” y de los millennial­s, y a un segmento variopinto del resto de los otros grupos.

El binomio panpriísta está muriendo, hundido en la corrupción, y en medio de los clamores de una multitud de grupos sociales que lo repudian. Estamos no sólo frente a una elección: también frente a un movimiento nacional popular en emergencia.

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