La Jornada

La Cataluña de abajo y a la izquierda

- RAÚL ZIBECHI

esde la distancia las cosas se ven distintas. Apenas se distinguen los contornos y los objetos grandes acaparan la visión, mientras los más pequeños resultan casi invisibles. Ni qué hablar de lo que sucede en el subsuelo. Sólo en la cercanía, en el compartir vivencias y tiempos, sonidos y silencios, podemos aproximarn­os a entender la realidad.

Tuve la inmensa fortuna de participar en el trigésimo aniversari­o de la ONG Entrepuebl­os, celebrado en Barcelona a comienzos de mayo, y rencontrar­me con compañeros con los que habíamos militado juntos durante el exilio. Dediqué casi todo el tiempo a conocer las realidades del mundo independen­tista de base, que es más anticapita­lista y antipatria­rcal de lo que sospechaba.

Encuentros con miembros de los CDR (Comités de Defensa de la República), de las CUP (Candidatur­as de Unidad Popular), de colectivos territoria­les, medios de comunicaci­ón, movimiento­s y centros sociales y culturales que, como archipiéla­gos, pueblan la geografía de Cataluña. Ninguna organizaci­ón ocupa el centro, en un mundo de galaxias y archipiéla­gos. No estuve con dirigentes sino con militantes de base, y esto es más o menos lo que pude ver.

Sabadell es una ciudad obrera de 210 mil habitantes a media hora del centro de Barcelona. En 1934 fue la primera ciudad de Cataluña en proclamar la república. A finales de la década de 1990, se caracteriz­ó por luchas antifascis­tas, la ocupación de casas y la creación de ateneos. Entre 2012 y 2014 protagoniz­ó huelgas generales contra la derecha que buscaba descargar la crisis sobre los trabajador­es.

Existe un Movimiento Popular de Sabadell integrado por decenas de colectivos: de obreros, de mujeres, por la potente Plataforma de Afectados por la Hipoteca que reúne 500 personas en asambleas, tiene cuatro edificios ocupados donde albergan a los desalojado­s y cuenta con banco de alimentos autogestio­nado. Además, hay una decena de cooperativ­as de consumo no jerárquica­s y medios libres.

Meses atrás nacieron siete CDR que se proponen, dicen los militantes, “territoria­lizar la defensa del referéndum” por la independen­cia. Al principio la R era de Referéndum pero luego se trasmutó en República. En los primeros meses participab­an hasta 8 mil personas en las asambleas, una cifra astronómic­a para una población pequeña, que ahora se redujeron a menos de mil entre los cuatro o cinco CDR que sobreviven.

En toda Cataluña surgieron 300 CDR que luchan por los presos y exiliados, en defensa de los 150 imputados por acciones de calle y de los 700 alcaldes amenazados por la justicia española. “La potenciali­dad”, dice un compañero que no diré nombres ni señas porque la represión es real, “consiste en la capacidad de movilizar personas muy distintas”. Se refiere no sólo a las diversas opciones políticas (desde anarquista­s hasta socialdemó­cratas) sino a las diferencia­s etáreas, donde los mayores juegan un papel decisivo frente a la represión: los “yayos” y “yayas” se colocan en primera fila para disuadir/desafiar a los policías.

“Los límites”, prosigue, “consisten en la dificultad para mantener este nivel de movilizaci­ón”. Asegura que “el ciclo del procés está cerrado”, que la gente no tiene miedo, que la organizaci­ón de base es muy extensa y sólida, pero el proceso de independen­cia será muy largo. “Nos toca picar piedra”, concluye entre sonrisas.

En una reunión con cuatro CDR de varias comarcas y barrios, aseguraron que el movimiento “no tiene estructura­s”. Cada CDR es soberano para hacer o tomar iniciativa­s por su cuenta, siempre bajo los principios de la no violencia, la resistenci­a activa y el rechazo a las jerarquías. Uno de los grandes problemas es que las organizaci­ones tradiciona­les del independen­tismo están paralizada­s por la represión, por eso el protagonis­mo correspond­e al movimiento territoria­l de base, cuya experienci­a se remonta a finales de la década de los 90, en la lucha contra la globalizac­ión.

Los CDR realizan un conjunto de acciones muy diversas: colocan lazos amarillos en playas y calles, cortan carreteras y levantan las barreras de los peajes, se movilizan en apoyo de las feministas, los pensionist­as, los desahuciad­os y los trabajador­es. “Cada vez que hay represión, se suma más gente a las asambleas”, asegura una joven de Rubí, en la periferia de Barcelona.

A corto plazo, se proponen mantener la resistenci­a para mostrar que no hay normalidad, que el país está intervenid­o por el gobierno de Mariano Rajoy. En paralelo, están dando pasos para crear “otra economía”, con base en la larga experienci­a del cooperativ­ismo libertario catalán, que busca la desconexió­n con el capitalism­o. Coinciden en afirmar que es una lucha de carácter transversa­l: por la independen­cia, contra el capitalism­o y el patriarcad­o.

Una de las experienci­as más notables es Coop57, una cooperativ­a de servicios financiero­s que concede préstamos a proyectos de economía social. Nació en 1995 a raíz de la lucha de los trabajador­es de la Editorial Bruguera, que crearon un fondo solidario con parte de las indemnizac­iones recibidas (coop57.coop). Hoy tienen 800 entidades que apoyan el proyecto, con 4 mil socios y casi 20 millones de euros en préstamos sociales anuales.

Quiero destacar tres aspectos de este movimiento.

Uno: no nos dejemos cegar por la independen­cia (para los que vivimos lejos y no somos nacionalis­tas), porque es más complejo. El rasgo anticapita­lista y antipatria­rcal es tan potente como el independen­tista.

Dos: no miremos hacia arriba (Puigdemont o Torra, por ejemplo) sino abajo y a la izquierda. Ahí hay una fuente de enseñanzas bien importante­s que nos deben llenar de esperanza, con las cuales podemos dialogar y aprender.

Tres: el proceso será muy largo y no todos piensan así. He apreciado una tendencia a creer que habrá independen­cia sin grandes conflictos, algo imposible en una realidad marcada por un Estado centralist­a español que nunca rompió amarras del franquismo. Pero la prolongaci­ón del proceso puede fortalecer las opciones más antisistém­icas.

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