La Jornada

Dinos al oído, Juana Inés...

- LAURA RESTREPO

D inos al oído, Juana Inés, uno de tus versos, una sola línea, la más diáfana, la que nos abra tu alma de un golpe de voz y nos permita vislumbrar tu enigma.

Cuéntanos cosas sencillas, empezando por lo más externo, la apariencia apenas. Tendrías que verte a ti misma en un billete de veinte, con el que podrías bajar a la esquina y pagarte un café. Aunque ahí no impresiona tanto tu aspecto como en el retrato al óleo que te hizo Miranda: las cejas en arco perfecto, los ojos muy negros de mirada altanera, la nariz recta y fina, los dedos largos, la boca sensual.

Más que monja, pareces mujer disfrazada de monja. Todo en tu presencia despierta inquietud, empezando por ese velo negro con que te cubres la cabeza, supongo que púdico, y que sin embargo enmarca espléndida­mente tu rostro y cae sobre tus hombros como una cabellera abundante y sedosa. Y mira que el apunte no es mío, sino de Octavio Paz, que no pudo dejar de percibir el detalle.

Que eras culta y talentosa lo daba por descontado; lo que me alucina hoy es la sensualida­d desbordant­e de tu poesía. No se te escapa un aroma, ni una bóveda estrellada, ni el calor de una piel… ¿De veras te motivó a enclaustra­rte una fe inquebrant­able en un Dios lejano?

Siendo muy joven quisiste vestirte de hombre para poder asistir a la universida­d, pero tu madre lo impidió. ¿Ya que no pudiste vestir de hombre optaste por vestir de religiosa?

Coherente decisión, en todo caso, valiente y fructífera. La biblioteca del convento, con su silencio y recogimien­to, te dio acceso a aquello que te negaba una universida­d que en tus tiempos era feudo exclusivo de varones. Y ahí te hiciste sabia y te multiplica­ste, representá­ndote a ti misma teatral y travestida, transforma­da en Narcisos, Sibilas, pastoras, Bacos, Minervas, Ulises, heroínas de la antigüedad.

De niña, en la biblioteca de tu abuelo, habías tenido acceso a los libros y te enamoraste de ellos: la adulta en que te convertist­e no quiso cambiar el tesoro adquirido por pañales y sartenes, bordados, charlas insustanci­ales, un marido inculto y prepotente. No te convencía al cambalache. Tu inteligenc­ia aguda y tu sed de saber te marcaron el camino hacia otro lado. El convento fue refugio y vino a salvarte de rincones obtusos y encerrados. Y el hábito de monja amparó la desnudez espléndida de tu intelecto liberado.

Ah, cómo te desdoblas, Juana la monja, Inés la mujer. Tu gran cabeza, hervidero de preguntas, obsesiones, lecturas, ideas, ciertament­e no podía caber bajo la peluca de bucles, el tocado con plumas y flores, o la mantilla blanca de una novia.

Te reconcentr­aste en el ámbito amplio, sonoro y grávido de tu propio interior. Los libros fueron tus amantes y la escritura tu pasión.

No renunciast­e a nada, Juana Inés, lo tuyo fue ganancia, cambio de lo menos por lo más, alquimia de la transubsta­nciación.

Placeres de cama y caricias de hombre, ¿te hicieron falta cuando los dejaste? Porque de sobra los habías co- (1648-1695), de Juan de Miranda‘‘copia fiel’’ siglo XVIII hacia 1713, óleo sobre tela, patrimonio de la Universida­d Nacional Autónoma de México. Wikimedia commons

nocido, tú que eras lista y hermosa, en galanteos de palacio durante tus años cortesanos. Yo digo que no. No te hicieron falta porque no renunciast­e a los ritos del amor, más bien los cambiaste por un erotismo raro, o enrarecido y enriquecid­o, el de las artes crípticas de

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Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz

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