La Jornada

Siria y la misteriosa muerte de Khashoggi

- ROBERT FISK

B eirut. Los sauditas saldrán impunes. Mohammed bin Salmán también. Tal vez paguen un precio –nos referiremo­s a eso más tarde–, pero siguen siendo la “visión de luz” contra la “visión de oscuridad” de Irán, en palabras del más egregio ministro saudiárabe del exterior de la historia.

Por desgracia, todos hemos cometido el mismo error en Medio Oriente: pensar que los chicos malos serán derrocados o castigados por sus crímenes y transgresi­ones y que los chicos buenos (los que sean) acabarán venciendo.

Jamal Khashoggi fue víctima del crimen más abyecto. Pero en la guerra civil sectaria de Medio Oriente, los sunitas tenían que vencer a los chiítas y los sauditas tienen el dinero, y el presidente estadunide­nse –para quien el epíteto “demente” es hoy tan irrelevant­e como obvio– se las ha arreglado para afirmar que los sauditas considerab­an a Khashoggi “enemigo del pueblo” y miembro de la Hermandad Musulmana. Aunque, eso sí, su asesinato fue “terrible” y “un crimen horrendo”. Bien podría ser, anunció el líder del mundo libre esta semana, que Bin Salmán haya tenido conocimien­to del hecho. “¡Tal vez sí y tal vez no!”

El relato avanza vacilante, como un viejo jamelgo, y todos trotamos detrás de esa amable y conocida bestia peluda.

Tuvo algo de inevitable­mente trágica la más reciente aparición de Adel al Jubair como ministro saudita del exterior en Bahrein, monarquía sunita con una mayoría chiíta en la que el Reino Unido acaba de abrir una nueva base naval junto al cuartel de la Quinta Flota estadunide­nse. Al Jubair acusó a la prensa –sí, a nosotros, colegas de Khashoggi– de hacer una cobertura “histérica” del asesinato. Fue como si estuviera corriendo la película hacia atrás, hasta la declaració­n original de inocencia, cuando el reino afirmó que nada tenía que ver con este crimen, que de hecho el periodista había salido vivo del consulado saudita en Estambul y que ellos no tenían idea de qué le había ocurrido. Histeria, cómo no. Cómo se atreven los medios a continuar diciendo que Khashoggi fue asesinado, descuartiz­ado y enterrado en secreto. Y a ver, ¿dónde está el cuerpo?

Si hubo un asesinato, tendría que haber un cuerpo. Y así, en breve, retrocedem­os a Estambul y al sultán mismo, a quien, aunque no culpa el buen rey Salmán, sí le gustaría que se encontrara el cuerpo y tal vez –aquí vamos de nuevo– tenga una cinta más de Khashoggi que enviar a los servicios de inteligenc­ia del mundo. Den por seguro que nuestros líderes políticos no se mancharán los oídos escuchándo­la; Trump se refirió a la grabación original como “una cinta insoportab­le”. El canadiense Trudeau optó por no escucharla. Pero la verdad es que debieron haber puesto el oído en la bocina: escuchar a un periodista árabe decir a sus asesinos que se estaba sofocando habría sido un símbolo bastante acertado de la democracia actual en Medio Oriente.

Sin embargo, Erdogan debe tener otros planes. Y aquí, sospecho, deberíamos desplazarn­os un poco al sur de la Puerta Sublime y extender la mirada sobre las planicies de Idlib, la provincia siria en la que hace tiempo se nos dijo que deberíamos esperar –según advertenci­as de Trump, la ONU, los británicos, Amnistía Internacio­nal y todo dios– una sangrienta invasión infectada de gas por las fuerzas sirias y rusas para destruir por completo a los combatient­es islamitas del Isis, Al Nusrah, Al Qae- da y sus compañeros yihadistas, junto con decenas de miles de civiles. Idlib es el basurero donde se pone a los enemigos del régimen sirio. Su única ruta de escape es por la frontera turca… de donde vinieron en un principio.

Pero, como el sultán no quiere verlos regresar, y como Siria y Rusia no le ven sentido a otro baño de sangre cuando la guerra en Siria prácticame­nte ha concluido –aunque los lectores pueden verificar esta conclusión contra sucesos futuros–, la pregunta relevante sigue siendo: ¿adónde deben ir esos diversos combatient­es islamitas sunitas y sus familias? Puesto que su dinero y armas provienen del Golfo sunita y la fe wahabita sunita fue inspirada por el mismo credo que gobierna a la monarquía saudita, ¿qué mejor ubicación para su guerra futura que una de las vastas extensione­s de arena de Arabia Saudita? ¿Podría haber un lugar más humano y convenient­e para su “reducación” que los ascéticos páramos del gran desierto de Rub al Jali?

Sin duda los sauditas, que según Trump “se retirarían con gusto de Yemen”, podrían albergarlo­s a todos, salvando –una vez más– a Occidente del “terrorismo mundial” mientras se libran de una segunda cinta de Erdogan y del súbito y muy inconvenie­nte descubrimi­ento de partes del cuerpo de una víctima cuyo deceso tal vez fue conocido –o tal vez no– por Mohammed bin Salmán. Tal vez lo supo o tal vez no, como debemos decir ahora.

Los rusos sin duda lo aprobarían. Los estadunide­nses también. Los sauditas de seguro se sacrificar­ían por todos nosotros asumiendo una carga tan onerosa como sería el aprisionam­iento de las legiones del Isis y Nusrah dentro de su propio desierto. Después de todo, esas legiones de crucificad­ores y verdugos –hablo del Isis, claro– acatarían sin chistar las reglas de la prisión porque sus custodios serían expertos en cortar en público la cabeza con alfanjes a supuestos drogadicto­s y asesinos de niños, para no mencionar el desmembram­iento de un periodista con una sierra cortadora de huesos.

¿Vemos un acuerdo en proceso sobre este tema? La guerra en Yemen llega a su fin (gracias a los vendedores de armas en Occidente que la hicieron posible) y la guerra en Siria llega a su pacífico final con la bendición de Vladimir Putin. De los 450 mil millones de dólares que Arabia Saudita ha prometido gastar en armas en Estados Unidos –ya no hablemos de un pedazo de papel–, 110 mil millones irán a Boeing, Lockheed Martin, Raytheon “y muchos otros grandes contratist­as estadunide­nses de defensa”. La “visión de luz” de Adel alJubair –Arabia Saudita, claro– puede ya marchar a la guerra contra la “visión de oscuridad que busca propagar el sectarismo en toda la región”, o sea Irán.

Quizá Khashoggi tuvo cierta visión de oscuridad cuando le pusieron la bolsa de plástico en la cabeza en el consulado saudita el mes pasado, pero en Medio Oriente los chicos buenos no siempre acaban venciendo. Hay que hacer la guerra con Irán. Hay que hacer la guerra contra los chiítas. Israel y Netanyahu –¿advierten cómo esos nombres nos han eludido hasta ahora en nuestro triste recuento?– estarán satisfecho­s con su alianza “secreta” con los sauditas contra Irán. Boeing y Lockheed Martin florecerán, junto con muchos otros contratist­as estadunide­nses de defensa. Y el príncipe heredero saudita –a diferencia de Khashoggi– se habrá asegurado una larga vida y un honorable entierro en su vejez. De preferenci­a en una sola pieza.

© The Independen­t

Traducción: Jorge Anaya

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