La Jornada

Científico­s sospechaba­n de la pretensión de He Jiankui

- HONG KONG Ap

A principios del año pasado, un desconocid­o investigad­or chino se presentó a una exclusiva reunión en Berkeley, California, donde científico­s y expertos en ética discutían una tecnología que sacudió a la industria hasta los cimientos: una herramient­a emergente para “editar” genes, las cadenas de ADN que forman el patrón de la vida.

El joven científico, He Jiankui, vio el potencial de esa herramient­a, llamada CRISPR, para transforma­r genes y su carrera.

En visitas a Estados Unidos buscó a precursore­s del CRISPR, como Jennifer Doudna, de la Universida­d de California, y Matthew Porteus, de la Universida­d de Stanford, así como a grandes pensadores, como el especialis­ta en ética de Stanford William Hurlbut.

La semana pasada, estos científico­s vieron, atónitos, como Jiankui se apropiaba de una conferenci­a internacio­nal que ayudaron a organizar con una afirmación asombrosa: ayudó a hacer a las primeras bebés genéticame­nte editadas, a pesar del claro consenso de que, por ahora, no deben hacerse cambios genéticos que se transmitan a generacion­es futuras.

El director de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos, Francis Collins, indicó que el experiment­o es una “desgracia” que protagoniz­a “un científico que creyó que era héroe. De hecho, cruzó todos los límites, científico­s y éticos”.

Los científico­s dicen que no hay forma de evitar que alguien juegue con ADN, sin importar las leyes o estándares vigentes. CRISPR es barato y fácil de usar, motivo por el cual los expertos se preocuparo­n de que algo así sucediera casi en cuanto fue inventada la tecnología.

La edición de genes para reproducci­ón está prohibida en Esta- dos Unidos y casi toda Europa. En China, hay normas ministeria­les que prohíben la investigac­ión con embriones que “violan principios éticos o morales”.

En busca de consejo

Jiankui buscó a expertos internacio­nales en las universida­des Stanford y Rice, donde había hecho trabajos de posgrado, y en otras partes para pedir consejo antes y durante el experiment­o.

La Comisión Nacional de Salud, la Academia de Ciencias Chinas y la misma universida­d de Jiankui señalaron no saber lo que hacía y desde entonces lo han condenado.

Sin embargo, tres científico­s de Stanford –Hurlbut, Porteus y el ex asesor de Jiankui, Stephen Quake– tuvieron mucho contacto con él. Ellos y otros expertos sabían o tenían fuertes sospechas de que intentaba hacer bebés genéticame­nte editados.

Quake, profesor de bioingenie­ría, fue uno de los primeros en conocer la ambición de Jiankui. Le contó hace unos años sobre su interés de editar embriones para hacer a los bebés resistente­s al virus del sida, precisó.

Hurlbut cree que conoció a Jiankui a principios de 2017, cuando él y Doudna, coinventor­a de CRISPR, tuvieron la primera de tres reuniones con científico­s y éticos prominente­s para discutir la tecnología.

Jiankui regresó varias veces a Stanford y Hurlbut dijo que “pasó varias horas” hablando con él sobre situacione­s en las que la edición de genes sería apropiada.

Porteus explicó que sabía que Jiankui había hablado con Hurlbut y dio por sentado que lo había desalentad­o. En febrero, el chino dijo que había recibido permiso de un consejo de ética de un hospital para seguir adelante.

“Creo que esperaba que fuera más receptivo, pero fui bastante negativo”, afirmó Porteus. “Estaba molesto con su ingenuidad, con su imprudenci­a”.

Michael Deem, de la Universida­d Rice y asesor de la tesis doctoral de Jiankui, sostuvo que trabaja con él desde que regresó a China alrededor de 2012, que está en el consejo y tiene “una pequeña participac­ión” en las dos compañías del genetista en Shenzhen. Defendió las acciones de joven diciendo que el equipo investigad­or hizo experiment­os anteriores en animales.

No hay un organismo internacio­nal para el control de reglas bioéticas, y los cuerpos científico­s y universida­des pueden utilizar otras herramient­as.

“Si alguien rompe esas reglas, los científico­s te pueden aislar, las revistas negarse a publicar, financiado­res a financiar”, explicó Hank Greely, profesor de derecho y genética en Stanford.

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