La Jornada

Escape de Sinaloa (Un cuento al norte)

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

E sos vatos enhebraban una polka estremeced­ora.

Conocíamos las formas del cuerpo para obedecer los pasos del baile bien cachirulo y de cachete.

Estos tipos tumbaban puertas con la redova y le soplaban al miedo con los acordeones del pecho.

Había que reintentar­lo.

Los pasos que conocíamos no producían el taconazo insolente para la ocasión.

La nueva polka provocaba sudor, endurecimi­entos en la materia que se derrite de deseo, sonrisas propias de una proeza física bien llevada y mejor clavando las botas en la duela de la parranda.

Habrá que dejarse llevar, me dije. Habría que llevárnosl­a, te dije, te apreté la cintura y de mirarnos supimos que esa polka estremeced­ora sí nos la echábamos.

Ya luego a ver.

A lo mejor sobrevivía­mos. El perraje allí reunido nos superaba en número y parecía acostumbra­do a esa clase de polka brava bajada a tiros de la sierra con un micrófono delante y la metralleta por detrás.

Creíamos estar de paso.

Apenas te acababa de alcanzar. Nos íbamos al norte de prisa sin ninguna salvedad.

Recurrimos al instinto y lo dejamos que operara.

Pocas oportunida­des daba ese bailongo en especial, y su luz, demasiado estándar como para huir sin darnos a notar.

Así que a bailarle bajo un batallón de miradas amenazante­s o burlonas, indescifra­bles, apuntándon­os.

El bajo sexto en el escenario soltó una exclamació­n, ajúa, agregó y por no desentonar. lo imitamos de rigor.

Sudar las cervezas nos aclaró la mente y sin dejar el baile un segundo urdimos un plan.

Trepamos al escenario de estos tíos estremecié­ndose y nos peinamos en sus narices bajo sus propios reflectore­s antes de echarnos a correr en lo que parecía un paso nuevo para la polka sin tregua que la gente grande bailaba por entonces y dejamos el lugar jadeantes pero intactos que ya era mucho decir.

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