Escape de Sinaloa (Un cuento al norte)
E sos vatos enhebraban una polka estremecedora.
Conocíamos las formas del cuerpo para obedecer los pasos del baile bien cachirulo y de cachete.
Estos tipos tumbaban puertas con la redova y le soplaban al miedo con los acordeones del pecho.
Había que reintentarlo.
Los pasos que conocíamos no producían el taconazo insolente para la ocasión.
La nueva polka provocaba sudor, endurecimientos en la materia que se derrite de deseo, sonrisas propias de una proeza física bien llevada y mejor clavando las botas en la duela de la parranda.
Habrá que dejarse llevar, me dije. Habría que llevárnosla, te dije, te apreté la cintura y de mirarnos supimos que esa polka estremecedora sí nos la echábamos.
Ya luego a ver.
A lo mejor sobrevivíamos. El perraje allí reunido nos superaba en número y parecía acostumbrado a esa clase de polka brava bajada a tiros de la sierra con un micrófono delante y la metralleta por detrás.
Creíamos estar de paso.
Apenas te acababa de alcanzar. Nos íbamos al norte de prisa sin ninguna salvedad.
Recurrimos al instinto y lo dejamos que operara.
Pocas oportunidades daba ese bailongo en especial, y su luz, demasiado estándar como para huir sin darnos a notar.
Así que a bailarle bajo un batallón de miradas amenazantes o burlonas, indescifrables, apuntándonos.
El bajo sexto en el escenario soltó una exclamación, ajúa, agregó y por no desentonar. lo imitamos de rigor.
Sudar las cervezas nos aclaró la mente y sin dejar el baile un segundo urdimos un plan.
Trepamos al escenario de estos tíos estremeciéndose y nos peinamos en sus narices bajo sus propios reflectores antes de echarnos a correr en lo que parecía un paso nuevo para la polka sin tregua que la gente grande bailaba por entonces y dejamos el lugar jadeantes pero intactos que ya era mucho decir.