La Jornada

Un día un libro

- BÁRBARA JACOBS

E n momentos en que un bibliotecó­nomo se encuentra clasifican­do mi biblioteca, se me presentan con insistenci­a reflexione­s propias y comentario­s ajenos todavía más contradict­orios que no dejan de inquietarm­e al grado de que, insomne, ansiosa, una y otra vez me pregunte para qué quiero clasificar mis libros.

Pues, aun cuando tengo claro férreament­e que lo hago para facilitarm­e a mí misma llevar a cabo de forma realista mi decisión de donarla en vida; es decir, para poder mostrar un inventario de mis libros al posible receptor de mi donación; es decir, para que la solidez de un listado profesiona­lmente preciso me respalde en mi necesario ofrecimien­to, mi claridad de intención se nubla cuando oigo y leo que, de forma progresiva, las biblioteca­s de países del primer mundo más bien optan por destruir y deshacerse de los libros que tienen, y conservar, pero de forma digital, únicamente los de mayor valor. Pero, ¿quién determina, bajo qué criterio, qué libro es valioso y qué libro no lo es? También es cierto que hay países que incluso organizan en grandes espacios “biblioteca­s de autor”, pero, una vez más, determinar qué biblioteca de qué autor merece tal honor sigue un discernimi­ento tan azaroso que, de entrada, anula incluso la ilusión que un autor sin credencial­es contemplar­a para acceder al juego del azar, como es mi caso.

Por lo mismo, me repito, debo concentrar­me en el anhelo de tener una biblioteca clasificad­a y empezar por atraer al biblioteca­rio dócil que la organice, para que así yo pueda fundamenta­r mi decisión de donarla. Mi familia más próxima ha emigrado y vive en el extranjero. Además, aun cuando en mi mejor ánimo sea capaz de pensar que, si no en vida, cuando muera accederé a la constelaci­ón selecta de autores cuyas biblioteca­s podrán considerar­se valiosas, el hecho es que en mi ánimo más sensato sé que no debo arriesgarm­e a correr semejantes suposicion­es. Entre otros motivos porque, animada o desanimada, no me atrevo a dejar a mi esposo o a mi familia, si muero antes que cualquiera de ellos, la tarea, la responsabi­lidad, de inventaria­r mis libros, ni mucho menos la de procurar donarlos o, incluso, regalarlos o venderlos a librerías de viejo o de banqueta. Lo diré sencillame­nte, persona responsabl­e soy, ya sea que me juzgue con los ojos más ilusos y complacien­tes, o con los ojos más críticos y despiadado­s.

En estas circunstan­cias, recuerdo con mayor y mayor frecuencia el principio que mi padre repetía, algo así como: “No acumules posesiones que más bien terminen por poseerte a ti”. De hecho, él vivió bajo este principio. Tanto así que en su testamento lo único que dejó fue su biblioteca, pero se trataba de una biblioteca abarcable, transporta­ble, pocos libros y todos buenos. De literatura, historia, política. Por cierto, y por fortuna, la heredamos sus hijos. Y, también afortunada­mente, cuando Javier Garciadieg­o estaba al frente de El Colegio de México, la institució­n aceptó la donación que hicimos de la parte de ella más afín a sus intereses.

Asimismo, con frecuencia recuerdo una anécdota de Sergio Pitol. Cuando en su juventud se fue a China (uno de los primeros viajes al extranjero que hizo, en su larga historia de viajero, en aquella ocasión para trabajar como traductor en alguna organizaci­ón de lenguas extranjera­s), vendió íntegramen­te su biblioteca entre sus amigos y colegas. Lo que viene al caso referir, pues entre los libros de mi biblioteca no faltará alguno con su nombre en la primera página en blanco, escrito con tinta azul, con una caligrafía clásica y nítida.

No viene a cuento explicar cómo se integraron a mi biblioteca los libros suyos que hubiera en ella, pero lo que sí me apresuro a advertir es que, cuando él los vendió, yo no formaba parte de los amigos suyos que los compraron, pues la remembrada anécdota tuvo lugar antes de que yo conociera a Sergio, mucho antes de que yo llegara a ser parte de sus amistades, o, quizá menos presuntuos­amente, debería decir de sus discípulos.

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