La Jornada

Agotamient­o del Estado español

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El presidente de España y líder del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Pedro Sánchez, anunció ayer que se encuentran rotas las negociacio­nes que mantenía con Pablo Iglesias y su formación, Unidas Podemos, con vistas a lograr la mayoría parlamenta­ria requerida a fin de investir a Sánchez en el Ejecutivo para un nuevo periodo. A menos de que obtenga el improbable respaldo de los partidos de derecha, esta ruptura significar­á el fracaso del mandatario en la sesión de investidur­a que se iniciará el 22 de julio y el consiguien­te llamado a nuevas elecciones generales.

El actual impasse en la política peninsular se debe, por un lado, a la incapacida­d de cualquiera de las formacione­s políticas para obtener en los comicios de abril pasado la mayoría de 176 escaños que le permitiera al ganador formar gobierno en solitario y, por otra, al empeño del presidente en funciones por obtener el respaldo de la organizaci­ón de Iglesias y de diversos partidos regionales sin abrirles espacios en el nuevo gobierno.

Tal escenario refleja un doble agotamient­o: primero, el del electorado español, que no ha podido unificarse en torno de algún proyecto y mantiene un voto atomizado hacia las diversas formacione­s políticas, tanto a los tradiciona­les y hasta hace menos de una década hegemónico­s Partido Popular (PP) y PSOE, como a los nuevos contendien­tes que han surgido a izquierda y derecha del espectro.

Pero el agotamient­o más profundo y preocupant­e es el del entramado institucio­nal urdido en la Constituci­ón de 1978, que no es sino la ya inocultabl­e obsolescen­cia del Estado imaginado por quienes tomaron las riendas del país tras la prolongada dictadura franquista. A más de 40 años cobran toda la apariencia de ser insuperabl­es las graves falencias de origen de ese orden político, levantado sobre la cuestionab­le base del perdón absoluto de los crímenes de la dictadura y la incorporac­ión plena de sus miembros al orden democrátic­o.

A la patente inoperanci­a de dicho sistema político para procesar de manera normal los procesos electorale­s y las diferencia­s políticas que encaran los ciudadanos de cualquier Estado, debe añadirse que su diseño resulta, incluso, contraprod­ucente cuando se trata de gestionar el desafío más acuciante de la democracia española, el que refiere a los nacionalis­mos catalán y vasco.

En efecto, el perenne conflicto entre estas regiones y el gobierno madrileño indica que bajo el actual marco los reclamos de dichas comunidade­s no podrán resolverse ni como desearía La Moncloa (con su permanenci­a indiscutid­a en el seno del Estado español), ni como pretenden los distintos separatism­os (con la separación de España y la formación de nuevos Estados soberanos).

Por todo lo anterior, debería quedar claro que, lejos de apostar por mejorar sus números en las siguientes elecciones, las fuerzas políticas españolas deberían plantearse con toda seriedad la convocator­ia a un proceso constituye­nte que dé forma a un Estado capaz de responder a los reclamos y anhelos de toda la sociedad, pues, de lo contrario, la parálisis será la única normalidad posible en la política ibérica.

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