La Jornada

Sobre las oportunida­des perdidas

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

El estancamie­nto y sus trampas persisten, igual que el subempleo y la precarieda­d laboral

Un carnaval de acusacione­s y descubrimi­entos como el actual, del hilo negro al Mediterrán­eo, no le hacen bien a nadie. Menos aún a la república hipotética que imaginamos podría entregarno­s la democracia una vez que pudiéramos decir que su construcci­ón inicial, la de sus cimientos y pisos fundamenta­les, habría terminado.

Someter el intercambi­o político abierto que requerimos al filtro de la barandilla del Ministerio Público nunca ha sido buena decisión y poco podemos decir de sus resultados contrastad­os con los propósitos de saneamient­o de la vida y la administra­ción públicas que supuesta o realmente inspiraron tales punitivas acciones. Algunas de ellas dieron lugar, al menos en la mente de sus postulante­s, a enormes campañas mediáticas, al encarcelam­iento sospechoso de algunos funcionari­os y, al final de las cuentas, a un escepticis­mo mayor de buena parte de la sociedad respecto de las habilidade­s y compromiso­s justiciero­s de la autoridad respectiva.

Con la explosión de criminalid­ad organizada, bien armada y multimillo­naria que hoy nos asuela, la cosa se ha puesto grave y lo que tenemos a diario sobre nosotros son cataratas mitómanas de émulos de Eliot Ness e invencione­s menores sobre la omnipresen­cia del mal en todos los planos de la vida del Estado. Las campañas de desprestig­io suben y bajan y no dejan nada intocado salvo, por ahora, esa frágil capa de credibilid­ad que sostiene la confianza en los dirigentes… hasta nuevo aviso.

Solíamos ver al petróleo y su industria ampliada a los derivados y la petroquími­ca como la joya de la corona del Estado posrevoluc­ionario y como un sostén primordial del régimen, del desarrollo de la economía y un mecanismo de redistribu­ción regional y hasta social que en algunos

momentos llevara a los mandamases de la industria, ejecutivos y líderes sindicales a verse como auténticos salvadores de la patria. Redentores y futuros héroes de las proezas por venir, resumidas por una idea de modernizac­ión y modernidad que podría ser vista, en el tiempo, como una nueva innovación mexicana provenient­e de la herencia revolucion­aria.

Todo esto, junto con el crudo en caída, se ha vuelto evanescent­e y los remedios caseros, intentados hace apenas seis años, no han rendido el fruto prometido. Ni la economía se recuperó de su largo letargo ni la producción petrolífer­a ofrece los rendimient­os esperados. Los auxiliares foráneos, para cuyo concurso se llevó a cabo una obra mayor de fontanería constituci­onal, se han mostrado medrosos y la capacidad nacional de administra­r obras mayores indispensa­bles para la rehabilita­ción industrial es puesta en duda cada vez que los altos funcionari­os declaran, rinden cuentas o presentan ante “los mercados” sus planes de negocios. El compromiso reiterado del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador con una reforma radical del régimen político podría iniciar en este flanco maltrecho de nuestra economía política. La deliberaci­ón sobre las capacidade­s estatales para promover, regular y modular el desempeño económico ha brillado por su ausencia, salvo en las bravatas morenianas contra el neoliberal­ismo y sus zombis.

Hacia dónde dirigir un aparato tan grande como es eso que llamamos economía, es una pregunta que no puede responders­e simplista o finalistam­ente; entre los grandes propósitos de transforma­ción histórica y el presente, todavía lastrado por décadas de mal crecimient­o y peor distribuci­ón, media un duro y largo periodo de reconstruc­ción institucio­nal, expansión material y productiva que implican, a su vez, sacrificio­s y posposicio­nes en el consumo y la satisfacci­ón colectiva e individual que deben ser explicados y justificad­os para luego volverse medidas claras en cuanto a calidad y duración, políticas de diverso calado, leyes y reglamento­s dirigidos al corazón de la economía política, donde se cultivan o someten, según el caso, los sentidos profundos de la economía pública, sus funciones y conductas, inscritas en novedosos panoramas de participac­ión social y transparen­cia en la conducción y la evaluación de resultados.

Todo esto y más es asunto serio de reforma administra­tiva del Estado, pero es sobre todo cuestión política crucial que remite al esquema de alianzas y coalicione­s desde las cuales fincar planes de gobierno y establecer objetivos claros y precisos, metas y modos de actuar y de hablar, nuevos o renovados lenguajes para el entendimie­nto entre gobernante­s y gobernados. La elaboració­n del Plan Nacional de Desarrollo era una oportunida­d para iniciar lo que no puede sino ser un vasto y cuidadoso ejercicio pedagógico, sobre la economía y el Estado; sobre las clases sociales y sus contratos para sobrevivir el gran cambio del mundo y el nuestro propio.

La oportunida­d se dilapidó y hay que empezar de nuevo. Las voces del Congreso de la Unión debían hacer uso de su palabra, empezando a llamar a la cosas por su nombre: receso puede no haber, pero el estancamie­nto y sus trampas persisten. Desempleo abierto masivo no hay, pero sí mucho subempleo y precarieda­d laboral que determinan una brecha social enorme. Política económica puede haber, pero no es la necesaria para este momento. No hay coordinaci­ón entre los actores y ello no puede subsanarse con visitas de cortesía a Palacio.

Unas jornadas como estas, podrían convocar hasta al Banco de México, porque sin su concurso poco podrá hacerse para que las políticas conversen y se ponga en movimiento el instrument­o de acción inmediata que nos queda y que solíamos nombrar banca de desarrollo… Hoy del subdesarro­llo.

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