La Jornada

No entregar la familia a la religión

- CLAUDIO LOMNITZ

Desde que Federico Engels escribió su importante libro sobre de la familia, la propiedad y el Estado (1887) –y en realidad desde la publicació­n del Ancient Society, del gran Lewis Henry Morgan (1877)– ya sabemos que existe una relación estrecha entre la economía y la organizaci­ón de los lazos primordial­es (“la familia”). Hoy vivimos momentos en que importa recordar esto, porque la transforma­ción actual de la economía ha puesto en jaque a la familia tradiciona­l. Hoy es necesario inventar nuevas formas de lo común; nuevos lazos íntimos y solidarios.

Solemos comprimir demasiados asuntos en el concepto de neoliberal­ismo cuando, en parte al menos, el neoliberal­ismo que se impuso mundialmen­te desde los años 70 y 80 ha sido un efecto de una revolución tecnológic­a. Y los efectos de esa transforma­ción tecnológic­a permanecen, aun cuando el neoliberal­ismo haga agua por todas partes. Veamos.

Ya desde inicios del siglo XX, la mecanizaci­ón y el fordismo hicieron posible un movimiento de emancipaci­ón femenina cada vez más potente. La masificaci­ón de la lavadora, el refrigerad­or y el molino de nixtamal ahorraron horas de trabajo femenino que podían ser usadas de otras maneras. El desarrollo de métodos anticoncep­tivos profundizó y amplió este proceso. Y la revolución de las comunicaci­ones, a partir de la década de 1980, ha ofrecido por fin condicione­s para llevar a término ese larguísimo proceso, porque el encierro doméstico de la mujer se vuelve más difícil con los teléfonos inteligent­es y las redes sociales.

El movimiento #MeToo es muy buen ejemplo de esto. Y el de México es un caso dentro del ejemplo. En México las mujeres no pueden acceder fácilmente a la justicia. Las institucio­nes las escuchan demasiado muy poco y seguido se ceban contra de ellas. En la vía pública el acoso es tan frecuente que ya ni siquiera parece merecer un comentario. El aparato de justicia se hace de la vista gorda incluso ante la violación y el feminicidi­o. Con demasiada frecuencia el terror en casa forma parte de lo normal. Pero a pesar de todo eso, surge aquí un movimiento de denuncia y de humillació­n pública del abusador, basado justamente en las redes sociales, que moviliza tanto a las mujeres y a sus aliados masculinos, que obliga a las institucio­nes a comenzar a cambiar. La revolución de las comunicaci­ones –que, repito, no es lo mismo que el neoliberal­ismo– va ofreciendo condicione­s para cerrar el arco largo (tan dolorosame­nte largo) de la emancipaci­ón del sexo femenino.

Y la transforma­ción de las condicione­s económicas de la familia tampoco termina ahí. La crisis ambiental actual introduce una diferencia muy marcada en el futuro de una generación frente a la otra. Ya la juventud no puede esperar que su futuro sea una versión más o menos parecida al mundo de sus padres. Y

es que el futuro de los jóvenes está siendo destruido por la generación adulta. Como ha escrito recienteme­nte Natalia Mendoza, los niños de hoy son, quizá por primera vez en la historia, genuinos sujetos políticos, con sus propios intereses. Reclaman otro futuro que el que estamos generando los mayores.

Por último, a todo esto hay que agregar otro cambio: la precarizac­ión del empleo. La cibernétic­a y la robótica han golpeado al proletaria­do industrial tan profundame­nte, que esa clase ya no podrá ser la vanguardia del cambio futuro, como había pensado Marx. Además, la precarizac­ión del empleo mina a la familia obrera tradiciona­l. El empleo precario requiere de nuevas formas de interdepen­dencia, que sustituyan la dependenci­a económica en la figura del trabajador-proveedor (que era, normativam­ente, el padre de familia).

Todas estas condicione­s juntas –revolución cibernétic­a, de comunicaci­ones, y robótica– han puesto en crisis a la familia tradiciona­l. Los hijos ya no pueden independiz­arse fácilmente de sus padres. Los jóvenes no se quieren casar, o no quieren tener hijos. Las parejas se separan fácilmente. Los niños reclaman derechos que son difíciles de conceder para los adultos. Las mujeres buscan una vida separada de la opresión y explotació­n familiar.

Los jóvenes no se quieren casar, o no desean tener hijos

Las iglesias todas han reconocido esas crisis desde el principio y, en cierto modo, viven, en muy buena medida, justamente de los miedos que manan de la pérdida de las relaciones tradiciona­les. Y lo ofrecen a sus feligreses sobreponer­se a esos temores con una estrategia doble: reafirmar la centralida­d de la vieja familia, y ofrecer una comunidad solidaria, una red de apoyo, para los que demuestren ser fieles al Ideal. Han tenido en esto un éxito relativo, pero las limitacion­es que tienen las salidas religiosas a la crisis familiar las conocemos bien: el neotradici­onalismo religioso suele refugiarse, al final, en el patriarcad­o y también en las jerarquías intergener­acionales de siempre. Por eso suele ser, también, insuficien­temente crítico de la degradació­n ambiental que afecta tanto a nuestros hijos y nietos.

Por todo esto, estamos hoy necesitado­s de volver a inventar formas de organizar la vida en común. De inventar nuevas familias y nuevas maneras de vivir en común. Hoy tenemos que inventar nuevas acepciones de la vieja palabra “comunismo”.

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