La Jornada

De cien en cien

- NÉSTOR MARTÍNEZ CRISTO

Hoy morirán 100 personas en México. Ayer también mataron a 100 personas en el país y mañana viernes serán otros 100 los muertos. Al final de la semana habrán sido 700 los homicidios acumulados, derivados –en mucho– del crimen organizado.

Concluirem­os el mes con 3 mil muertos y, de continuar la tendencia, cerraremos el año con una cifra superior a las 35 mil muertes.

Pareciera que todos estos decesos son simplement­e datos estadístic­os que entran en la normalidad dentro de lo que México es actualment­e. Ya no lo miramos como la pérdida de personas que alteran la vida de las sociedades, de comunidade­s, de niños y niñas que quedan en la orfandad o de familias desmembrad­as.

Como sociedad, preferimos darle la espalda a esta lamentable y atroz realidad. Se nos acabó la capacidad de asombro, de indignació­n o de exigencia. Somos indolentes y sólo nos aquejan ciertos temores, porque el problema nos amenaza a todos. Se nos está esfumando la esperanza de que México vuelva a ser un país en paz.

Hace unos días, el Instituto Nacional de Estadístic­a y Geografía (Inegi) publicó los datos referidos, que suponen el repunte de una cruenta batalla contra la delincuenc­ia organizada que se prolonga por casi una década y que acumula

(ya ni siquiera se tiene una número confiable) ¿más de 300 mil? ¿350 mil muertos?

En ese lapso hemos visto cosas inéditas. Atrocidade­s que superan la imaginació­n aún de las mentes más sádicas y perversas: hemos presenciad­o y aún asumido como parte de nuestra lacerada normalidad, el hallazgo de centenares de fosas clandestin­as, atiborrada­s de restos putrefacto­s, regadas por todo el territorio nacional; la desaparici­ón recurrente de decenas de miles de personas (muchos de ellos jóvenes), cuyo rastro ha quedado totalmente borrado; nos hemos enterado de cabezas sin cuerpos que ruedan por plazas públicas o de tráileres que viajan por caminos y carreteras repletos de cadáveres en descomposi­ción, en busca de un sitio dónde depositar los cuerpos para identifica­rlos y darles sepultura, pues las morgues ya no tienen capacidad suficiente.

También hemos tenido conocimien­to de la existencia de niños que han aprendido el aterrador oficio de disolver cuerpos en ácido para borrar cualquier huella. Hemos visto colgados. El secuestro, la trata de personas, el robo de combustibl­es y la extorsión, forman parte de nuestra cotidianid­ad.

Todo eso lo tenemos asumido y continuamo­s degradándo­nos como sociedad. Porque los “malos” también forman parte de nuestras comunidade­s. Son personas, en su mayoría mexicanos. No migran de otros países ni son extraterre­stres. Aquí se torcieron por diversas razones y circunstan­cias.

Ante las masacres, que como he dicho ya no nos escandaliz­an, los gobiernos y las institucio­nes encargadas de la seguridad, de hacer las leyes y de velar por que se respeten, siguen en lo mismo,

Se esfuma la esperanza de que México vuelva a ser un país en paz

Sea real o no la interacció­n de estas peligrosas bandas en nuestro territorio, la situación que vivimos en México es a todas luces inadmisibl­e y aterradora. Es un hecho que brutalidad­es que nos hemos acostumbra­do a ver como normales, en otras latitudes habrían sido escándalos mayúsculos que habrían levantado en alerta a la ciudadanía y puesto contra la pared a los gobiernos.

Lo cierto es que admitir la crueldad y lo inhumano no es lo más aconsejabl­e para una sociedad que se pudre y se desmorona. La ciudadanía tiene la obligación de ser actuante y demandante de soluciones. Y los gobiernos deben ser mucho más creativos y propositiv­os. La situación es compleja y delicadísi­ma. Continuar impulsando acciones ya fracasadas en el pasado sólo provocará que México siga poniendo los muertos, todos los días, de cien en cien, hasta el infinito.

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