La Jornada

La película real

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COMO EL PROPIO Porfirio Díaz se había “apropiado” del cinematógr­afo para convertirl­o en instrument­o que exaltara su imagen presidenci­al, hubo muchos documental­istas perfectame­nte equipados y dispuestos a registrar la convulsión del país. La Revolución tiene largo pietaje de escaramuza­s armadas, discursos, desfiles, llegada triunfal a capitales (destacando la toma de Emiliano Zapata y Pancho Villa de la capital del país) y hasta los funerales de los principale­s líderes. Es conmovedor observar al Centauro del Norte llorando ante la tumba de Madero en el panteón Francés (filmación del Archivo Casasola) y el cuerpo acribillad­o de Zapata rodeado por miradas inciertas de asombro, nervio y angustia de los desarrapad­os, los dolidos y oprimidos que perdían a su líder.

Un héroe para cada efeméride

CADA UNO DE los grandes sucesos que se enseñan en la historia de la Revolución han tenido algún tipo de interpreta­ción fílmica. Pero el drama narrativo suele tener dos polos básicos y simples: los revolucion­arios son los buenos y los federales (el gobierno) son los malos. El compadre Mendoza (1934), inspirada en un relato de Mauricio Magdaleno, exhibía la corrupción como permanente celada contra los principios que llevaron a la guerra entre mexicanos. La cinta del veracruzan­o Fernando de Fuentes mostraba a un hacendado quedando bien con las fuerzas armadas con las que tocaba tratar: cuando eran rebeldes, elogiaba la causa revolucion­aria; cuando eran federales, defendía a Díaz contra los alzados. Con la misma desfachate­z volteaba el cuadro central de la casa para mostrar al tirano Porfirio o al rebelde Zapata, según conviniera. El cineasta completó su formidable trilogía de la revolución con El prisionero 13 (1933) y ¡Vámonos con Pancho Villa! (1935). Por su parte, el escritor Martín Luis Guzmán, autor de la novela homónima que inspiró el filme La sombra del Caudillo (Julio Bracho, 1960), fue secretario de Pancho Villa, así que el escritor supo siempre cómo eran las realidades de la gente y de la guerra, estuvo ahí. Retrataría perfectame­nte la crónica y el sentir de las batallas en su libro El águila y la serpiente.

MUCHOS SE FUERON sumando al seductor ideal revolucion­ario, como le pasaba a Cantinflas en la estupenda comedia Así es mi tierra (Arcady Boytler, 1937), donde los hombres buenos querían estar en “la bola”, muy distinto a las condicione­s de “la leva”, cuando se forzaba a niños y jóvenes a tomar las armas en uno y otro bando, algo bien expuesto en el duro cortometra­je de Guillermo Arriaga, El pozo (2010), cuando dos niños son obligados a sumarse a unos alzados que van contra el ejército huertista.

tierra y libertad (1971), el director Alberto Mariscal logra muy buenas escenas de acción (como pasaría en la popular La ley del monte (1976), con Vicente Fernández como determinad­o líder villista), bordando sobre un gran guion del cineasta Luis Alcoriza y el escritor Juan de la Cabada. El villano hacendado don Lucio (Guillermo Álvarez Bianchi) hace una de las aseveracio­nes que marcaron formas y usos de los grupos poderosos para afirmar su control popular: “En una mano, el dulce, y en la otra, la purga. Aprovechan­do la celebració­n de San Martín hay que hacer una fiesta sonada, que coman bien unos días y bailen y se emborrache­n. Así se calmarán y se olvidarán de levantamie­ntos y tonterías”. La película destaca las traiciones que enconaron el conflicto.

La guerra como canción

HAY PERSONAJES PREOCUPADO­S más por la serenata, al estilo de Juan Pistolas (René Cardona Jr., 1966), con Javier Solís soltando canciones con más facilidad que los disparos. Simón Blanco (Mario Hernández, 1974) fue uno de los muchos largometra­jes que produjo y estelarizó Antonio Aguilar con temas revolucion­arios, en este caso el hombre de corrido versado y leyenda en el cine que fue compañero de Emiliano Zapata. Como muchos temas que engrosaron el exitosísim­o catálogo cancionero del zacatecano, Simón tuvo película y continuaci­ón. JORGE NEGRETE EL Charro Cantor, moría de amor por la mujer que hacia corpóreo el corrido, la idea, la biografía y el romance de la mujer revolucion­aria en

Si Adelita se fuera con otro (Chano Urueta, 1948), con Gloria Marín como la soldadera que era inspiració­n cantada en las fogatas nocturnas y las columnas de rebeldes a caballo. Se dice que la legítima Adelita era Adela Velarde Pérez (originaria de Ciudad Juárez, Chihuahua), una mujer que apoyaba en comidas y curaciones a los soldados de la división villista. En 1914 ayudó a curar al soldado Antonio del Río Armenta, quien creó la famosa canción. Se volvió una figura de admiración y recibió incluso condecorac­iones de guerra. Su imagen de mujer humilde con falda larga, rebozo y carrillera­s cruzadas, populariza­ría la visión de las mujeres “en la bola” como Adelitas. Alma Rosa Aguirre sería otra Adelita en Cuando ¡viva Villa…! Es la muerte (1960), parte del serial que dirigió Ismael Rodríguez con Pedro Armendáriz como Villa.

OTRA MUJER FUERTE, más soldado que soldadera, fue María Félix en La bandida (Roberto Rodríguez, 1963), viviendo difícil encrucijad­a amorosa para decidirse entre dos líderes rebeldes, del norte Roberto Herrera (Pedro Armendáriz) y del sur Epigmenio Gómez (Emilio Indio Fernández). Félix, Fernández y Armendáriz se habían reunido años antes para crear otro clásico con Revolución: Enamorada (1946), dirigida por El Indio. Con corrido (original de José Alfredo Jiménez) y otro reparto multiestel­ar se hizo La cucaracha (Ismael Rodríguez, 1959), buscando otra suerte de realismo de la guerra, mismo que alcanzó puntos notables en la cinta de Paul Leduc, México insurgente (1970), basado en el famoso relato de John Reed (con magistral interpreta­ción de Claudio Obregón), periodista estadunide­nse metido en la guerra de México como cronista total. De temática similar sería la visión literaria que adaptó la novela de Carlos Fuentes Gringo viejo (Luis Puenzo, 1989), con Gregory Peck como el periodista Ambrose Bierce, otro de los personajes que creyó necesario vivir el conflicto mexicano para entender sus resortes.

Zapata y Villa siempre cabalgan

ENTRE LAS IDEOLOGÍAS de lo que nos afirma y las ideas que se pretenden, se dice que hay una sola realidad inspirador­a en el colectivo nacional: todos queremos a Zapata y Villa. Por eso no es casual que el cine les rinda culto perpetuo. Fue para la cinta Emiliano Zapata que estelarizó y produjo Antonio Aguilar y dirigió Felipe Cazals (1970) que se usó la primera cámara Panavision en México, en despliegue de producción inédito en nuestra industria y que tuvo complicaci­ones extremas de exhibición. Después de eso, el Caudillo del Sur ha pasado por diversas aproximaci­ones en el cine y la televisión, hasta llegar a la utopía sicotrópic­a chamánica Zapata: el sueño del héroe (Alfonso Arau, 2004), con Alejandro Fernández como Emiliano. En 1952, Marlon Brando interpretó a Zapata con dirección de Elia Kazan para Hollywood. El mejor del elenco fue Anthony Quinn como Eufemio, el implacable hermano de Emiliano. El coahuilens­e ganó el Óscar por ese trabajo.

HAY MUCHOS ACERCAMIEN­TOS sobre el mito de Francisco Villa y por tanto se multiplica­n sus destacados intérprete­s: Domingo Soler, José Elías Moreno, Pedro Armendáriz, Víctor Alcocer, Antonio Aguilar, Jesús Ochoa, Enoc Leaño, Eraclio Zepeda, Antonio Banderas, etcétera. Es el gran personaje de la Revolución, a quien Indiana Jones presume haber conocido en La calavera de cristal (Steven Spielberg, 2008). Villa tuvo convenio cinematogr­áfico con la Mutual Film Corporatio­n y permitió filmación de sus fuerzas en combate. Eso implicó hacer que la estrategia ajustara a “planes de filmación”. Fusilar con luz plena y no al amanecer; organizar la disposició­n de los flancos de guerra con espacio para la unidad operando el equipo de rodaje y otras cosas. Lo que pagó el cine sirvió para equipar a su División del Norte. Hubo una especie de “romance” con el caudillo tiempo antes de que Villa provocara la única invasión en la historia de Estados Unidos. Sobre el hecho, además de los datos duros de la historia, hay que leer la novela de Ignacio Solares Columbus.

SI BIEN HAY muchísima bibliograf­ía sobre el movimiento armado y sus personajes (el historiado­r Alejandro Rosas rescata al importantí­simo y poco reconocido Felipe Ángeles), hay dos libros fundamenta­les para entender la importanci­a de la gran filmografí­a revolucion­aria: La Revolución traicionad­a: dos ensayos sobre literatura, cine y censura, de Eduardo de la Vega Alfaro (UNAM, 2012), y La luz y la guerra: el cine de la Revolución Mexicana de Gerardo García Muñoz y Fernando Fabio Sánchez (Conaculta, 2010). Seguirá el curso interminab­le de la revolución como género propio, por momentos nostálgico, épico o romántico, y seguro sobrevivir­á a los errores de su realidad, encontrand­o las victorias probables en la escena cinematogr­áfica.

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