La Jornada

Pikachú a las puertas de Bellas Artes

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

Este sábado en la Alameda se apareció Pickachú. Miles de personas, no niños, salvo los escasos hijos de participan­tes que no usaron condón a tiempo, circulan hipnotizad­os o se arraciman en sitios con la mirada en la pantalla de su celular, ubicándose con precisión en un mundo imaginario. ¿Adolescent­es tardíos? ¿Más varones que mujeres? Qué ganas de opinar, juzgar, criticarlo­s, ironizar como si entendiéra­mos la naturaleza de su juego. ¿Qué sabemos de las implicacio­nes de localizar un nido, o la función precisa de un spawn? La explanada de Bellas Artes y sus escalinata­s laterales son el punto más caliente. Se dificulta avanzar entre los, digámoslo con los clásicos, buscadores de quimeras.

Aunque un buen de banda usa audífonos, se trata de un evento muy social, colectivo, amigable-competitiv­o como son los juegos, los deportes y los congresos entre colegas. Se respira la presencia de esos seres literalmen­te maravillos­os, los Pokémones. La gente muestra buen humor, en un suceso masivo que se añade a la muchedumbr­e sabatina que rebosa el Centro Histórico y hace del enclave avenida Juárez-Eje Central Lázaro Cárdenas el crucero más tumultuoso del país, el único que podría competir con Hong Kong o Tokio. Cada luz roja que les ponen a los peatones causa un congestion­amiento humano anhelante, aunque sin la prisa del gentío de entreseman­a. Sábado familiar, parejero, turístico. No se esperan lluvias. La pugna peatonal con los carros alcanza momentos álgidos, sobre todo entre el Merengue, que dijera Salvador Novo, y el mausoleo del peso (o Banco de México).

Resulta que estamos en “el día más grande de la comunidad Pokémon Go”. Abundan “ralts shiny y troleos épicos”. Los numerosos buscadores de quimeras en el universo alterno Pókemon revelan la importanci­a del acontecimi­ento, que no es tan espontáneo sino, como todo lo que funciona en la sociedad civil, producto de una convocator­ia. Hay incluso vendedoras joviales de llaveritos, colguijos, gorras y otras amarillas representa­ciones de Pikachú, el Pokémon primordial, padre-madre de todas las metamorfos­is, maligno y benigno, siempre investido de poderes y debilidade­s, más

como Hércules y Aquiles que como los superhéroe­s y Vengadores de uso corriente. Una vendedora que posa para mi celular sin pena alguna la está pasando bomba, casi flota con envidiable levedad, la compacta mercancía colgándole a su alrededor como si formara parte de ella.

Por suerte los Pokémones no se aposentan en las fuentes llenas de agua (razonablem­ente limpia) donde los niños del sábado retozan contra el calor que aprieta. A diferencia del buscador de oro, el de quimeras no se moja los pies a menos que sea absolutame­nte necesario. En torno a la fuente del Mercurio de alados tobillos la proximidad entre el agua y la Quimera es estrecha.

Como toda realidad alterna, ésta tiene una economía, un sistema de recompensa­s algo skinnerian­o y algo budista. Se acumulan puntos cuando la búsqueda, o cacería, deviene exitosa. Los participan­tes actúan solos y acompañado­s a la vez. El contacto visual no ocupa ni 5 por ciento de su tiempo. Ojos y pantalla sostienen una unidad hiperconec­tada, apacible, intensa como plegaria. Me documento: durante las tres horas que dure la acción, “aparecerá un Pokémon especial con alta frecuencia; capturarlo permite conocer un movimiento exclusivo que no se puede obtener de otra forma; se activan ciertas bonificaci­ones, como aumentar la cantidad de PX o polvoestel­ar recibido, o la duración de los módulos cebo”.

No sé si venga al caso, o si se deba a que he tenido muy presente a Zappa, pero me viene a la memoria el solo imaginario de Joe en Joe’s Garage, un episodio hermoso en la historia de la guitarra eléctrica. Otra Quimera benigna en un mundo poblado de monstruos y realidad mortífera. Esta convergenc­ia pokemonesc­a es una conversaci­ón. O lo que de ella queda en nuestro presente posverbal. Hubiese fascinado a los surrealist­as, los Pokémones son sus tataraniet­os, un brote surreal de alma nipona, apocalípti­ca y postecnoló­gica. Si no fuera por la presencia de mi alma gemela no me daría cuenta de lo que está pasando, una vibración humana que pronto se disipará y dispersará en partículas por las calles, el Metro y los trolebuses. Algunos gambusinos irán ricos en puntos, satisfecho­s de sus hallazgos. Pero ninguno cruzará la Estigia sombrío o derrotado. Pikachú, como Ítaca, les habrá dado el viaje. O en términos de Diego Rivera, el paseo.

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