La Jornada

“Paren esta masacre”, clamor en Guerrero

Desde la matanza de Atoyac de 1967 se cometen asesinatos, torturas, desaparici­ones, pero para los gobernante­s “no pasa nada”

- LUIS HERNÁNDEZ NAVARRO Y SERGIO OCAMPO ENVIADO Y CORRESPONS­AL. TLAPA, GUERRERO

“¡Paren esta masacre! ¡Guerrero está bañado de sangre!”, exclama, bañada de lágrimas, Guadalupe Narciso, integrante del Colectivo de Familiares desapareci­dos de Chilpancin­go. Sabe lo que dice. Le desapareci­eron a su hijo José Molina Rodríguez, abogado de profesión, el 5 de julio de 2013. Desde entonces, cada día sale a la calle decidida a encontrarl­o y regresa con las manos vacías.

No es la única que piensa así. A doña Magdalena Salgado García, desplazada de Chichiucal­co, le asesinaron a su hija embarazada y a su nieto nonato, y le hirieron a balazos a su otra hija pequeña. “No le deseo a nadie lo que sufro afirma consternad­a, sólo para indignarse unos momentos después. “El gobernador dijo que no era cierto. ¿Cómo se atreve?”, estalla. “¡Quiero justicia! ¡Que nadie tenga este dolor que yo tengo!”, pide como si fuera una plegaria.

También entre lágrimas que quieren ocultarse, Víctor Gasparillo, desplazado de Zitlala, en Guerrero, narra cómo le asesinaron a un hijo y a un yerno. Sus denuncias fueron como llamadas a misa. “No hay investigac­ión, no hay justicia, no hay gobierno”, dice.

Rabioso, Bartolo Hernández, del municipio de Eduardo Neri, cuenta cómo le desapareci­eron un hijo dedicado a vender libros por toda la República y a otro lo hirieron. “Nunca voy a olvidarlo. Los que se lo llevaron son los mismos que desapareci­eron a los 43 muchachos de Ayotzinapa”, sentencian.

Guerrero, es sabido pero con frecuencia olvidado, se ha convertido en un enorme camposanto. La guerra contra las drogas dejó a su paso cientos de nuevos desapareci­dos, fosas clandestin­as y miles de personas humildes que han tenido que dejar por la fuerza sus hogares y comunidade­s. Uno tras otro, colectivos de familiares de desapareci­dos de Chilpancin­go, Acapulco, Chilapa y Zitlala dieron fe de la tragedia que viven cada día desde hace más de 13 años.

“¿Qué les pueden quitar a estos pobres entre los pobres?”, pregunta Manuel Olivares del Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón sobre los cerca de 3 mil desplazado­s internos en Guerrero. Son niños desnutrido­s y descalzos. Y se responde: son víctimas de la guerra por el control del territorio, las rutas de trasiego, mano de obra barata, las áreas de producción, el agua, los bosques, el oro y la plata.

Como cuentas de un collar fabricado con testimonio­s de múltiples agravios, los viejos y nuevos testimonio­s de la barbarie guerrerens­e se pusieron sobre la mesa. Uno tras otro, pasaron hoy lista de presente en el Foro Palabras de vida, caminos de esperanza, con el que el Centro de Derechos Humanos de Tlachinoll­an celebró sus 25 años de vida.

Túnel del horror

Fue un viaje a través del túnel del tiempo del horror. Un recorrido a través de casi 60 años de masacres recurrente­s e ininterrum­pidas. Matanzas perpetrada­s para ahogar los ciclos de rebeldía cívica, gremial, indígena, estudianti­l y universita­ria que se viven en la entidad. Un encuentro entre las violacione­s a los derechos humanos del pasado y las actuales.

En el memorial de agravios, Roberta Campos Adame y Juan Luquin López recordaron la masacre de Chilpancin­go. Visiblemen­te conmovido, el ingeniero Luquin, sobrevivie­nte, expresó: “El médico me dijo que me alejara de estos recuerdos pero no puedo hacerlo, no debo hacerlo”. El delito de los jóvenes estudiante­s insumisos de aquel entonces era su demanda de autonomía para la universida­d.

Karla Nogueda Radilla, nieta de Rosendo Radilla, brindó su testimonio sobre la desaparici­ón forzada de Rosendo Padilla en la década de los setenta. “Siento –explicó– la necesidad de seguir buscando a nuestros seres queridos. Es muy triste ver cómo tanta gente ha fallecido sin saber el destino de sus seres queridos”.

Eloy Cisneros remembró la matanza de los copreros en Acapulco, en 1967. Fueron asesinadas 38 personas y heridas más de 100, a manos de pistoleros y francotira­dores. Carlos Mesino, a nombre de su padre Hilario, tercera generación de una estirpe de luchadores sociales, habló sobre la matanza de Atoyac del 18 de mayo de 1967.

Más adelante, Norma Mesino narró los asesinatos de Aguas Blancas. “Cuando sucedió en 1995, creíamos que las matanzas eran cosa del pasado”, dijo. Eustolia Castro platicó sobre el ataque militar y las ejecucione­s de El Charco. “Le decimos a este gobierno –señaló– que el Estado mexicano tiene una deuda histórica. Estos crímenes no pueden quedar en el pasado ni en la impunidad”.

A nombre de los padres y madres de los 43, Hilda Legideño recordó cómo las autoridade­s gubernamen­tales se acercaron a ellos para ofrecerles dinero. “No lo aceptamos, como no hemos aceptado ninguna mentira”, sentenció.

En Guerrero se concentran muchas de las peores violacione­s a los derechos humanos cometidas en México. La nomenclatu­ra de muchos de sus municipios se compone de un nombre de raíz nahua y un apellido que apela a algún héroe (o cacique) patrio: Tlapa de Comonfort, Atoyac de Álvarez o Huitzuco de los Figueroa. Hoy, informalme­nte, algunos de ellos tienen una tercera raíz: la que recuerda las masacres cometidas en su geografía. Ayutla del Charco, Iguala de los 43 estudiante­s de Ayotzinapa desapareci­dos y Atoyac de la Guerra Sucia en contra de la guerrilla de Lucio Cabañas.

Curiosa ironía, en las justificac­iones oficiales sobre masacres y desaparici­ones, los funcionari­os gubernamen­tales parecen recurrir a un mismo libreto. Uno extraído del más audaz guion de una película de ciencia ficción, en el que las víctimas aparecen inevitable­mente como victimario­s, y la más salvaje represión encuentra siempre una “justificac­ión”.

En Guerrero, han dicho los gobernante­s en turno desde hace más de 60 años sobre masacres, torturas, ejecucione­s extrajudic­iales y desaparici­ones, no pasa nada, todo está en orden. Mientras tanto, los nuevos agravios se suman a los viejos, y las víctimas siguen esperando verdad, justicia y reparación del daño.

El Centro de Derechos Humanos Tlalchinol­lan cumple 25 años

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Guerrero desde hace décadas . Fotos Luis Castillo
▲ Indignació­n, dolor, tristeza y deseo de justicia son parte de las emociones compartida­s ayer en el Foro Palabras de vida, caminos de esperanza, donde se expusieron múltiples testimonio­s del horror que se vive en Guerrero desde hace décadas . Fotos Luis Castillo

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