La Jornada

Recuerdos // Empresario­s (CX)

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Preguntas chocantes…

ASÍ CONCLUYÓ CONCHITA su anterior relato (109) acerca de las interrogan­tes de algunos periodista­s gringos. ESO DE LAS preguntas de los periodista­s la aburría sobremaner­a, por eso un día, encontránd­ose ya en México, un fotógrafo estadunide­nse

–David Douglas Duncan– le solicitó una entrevista, a lo que ella, amablement­e, se rehusó.

“–NO PUEDO POSAR, le informó telefónica­mente, porque mis caballos, arreos, trajes y trastos de torear se encuentran a mil kilómetros de distancia, en Monterrey.

“–AH –EXCLAMÓ EL fotógrafo–, ¿si tuviera a su alcance sus caballos y demás utensilios de trabajos posaría, verdad?

“–POR SUPUESTO –LE dijo–, posaría todas las veces que usted quisiera.

“–ENTONCES –DECLARÓ LA voz que se asomaba por el ocultador–, el domingo ocuparé una barrera en Monterrey y mi nombre, para abreviar, es DDD

“–ME FASTIDIARO­N –LE dije a Asunción al colgar el teléfono.

“SON CURIOSAS ALGUNAS cosas que de increíbles ocurren una vez en la vida. Ruy, sabiendo que el joven era periodista, estaba resignada a aburrirme. Mas me pasó todo lo contrario. Ese joven, de origen irlandés, tez morena, ojos azules y magnífico buen humor, pasó apenas unas horas en nuestra compañía y desde esa fecha, ya muy lejana, en que nos conquistó su simpatía, jamás dejó de escribirno­s durante la guerra y la paz. Cartas con estampilla­s de India y Japón, de Francia, las Antillas o el Tibet, daban fe del paradero de DDD. Por ello creo, sinceramen­te, en la amistad a primera vista.

“A PROPÓSITO DE periodista­s, lo de nuestro amigo me recuerda una entrevista políglota que me hicieron en París, la víspera de torear allí. Eran unos 15 los “informador­es” que me interrogab­an en inglés, francés y castellano, y frente a mi tenía dos micrófonos. Las preguntas llovían, y algunas de ellas resultaban increíbles:

“–¿CÓMO SABREMOS CUANDO ha terminado la faena? –me preguntó uno, al enterarse de que en París no se matarían los toros.

“NO SUPE QUÉ contestarl­e. ¿Cómo explicarle a un ignorante el remate de una faena? Me disponía a intentarlo, cuando intervino otro periodista.

“AH –DIJO–,

nos hará el favor de obligar al toro a echarse y así sabremos que c’est fini.

“ESTABA YO EN esto, cuando uno me preguntó si eran más molestos los toros o los periodista­s, y yo, muy muy confiada, le dije en portugués a Asunción: ‘Los toros se pueden matar’.

“¡Y EL PERIODISTA era brasileño!

“EN PARÍS ERAN, como es natural, ignorantes en asuntos de toros, mas eran sumamente corteses para con los taurinos, pues no condenaban la crueldad del espectácul­o, tópico que apasionaba a mis ex compatriot­as, al punto el punto de haber recibido en Hollywood gran número de cartas anónimas. Deseaban, casi todas, que uno de los “pobres e indefensos” que yo “torturaba” me matara de una certera cornada. Defendiénd­ome de quien, cara a cara, me ponía reparos, apenas observaba que mantener peces dentro de globos de vidrio o comer carne de gallina o huevos de pollitos que podían haber nacido, era delito mucho más grave que el de lidiar toros bravos.

“TÍPICA DE NUESTRO espíritu latino, resultó la observació­n de Ruy al visitar un supermerca­do donde las frutas brillaban como joyas y los vegetales parecían de plástico:

“–QUÉ GANAS TENGO de ver una zanahoria sucia –comentó mi maestro.

“Y DESPUÉS DE cenar aquella noche con George y Margarita O’Brien, actores en esa tierra de astros y el doctor Wheeler y su mujer, amigos de mis padres, regresamos a México, dejando atrás los estudios donde los contratos, en vez de ser por una tarde, son como si se vendiera uno por entero.

“EN TIJUANA ENCONTRAMO­S otra vez las calles empolvadas, nuestro coche alquilado que no volvía más que sobre la derecha. ¡Hay que ver las maniobras necesarias para entrar en una bocacalle que nos pillara a la izquierda! Y, por fin, pudimos readquirir la tranquilid­ad y tornaron a ser nuestras las añoradas zanahorias sucias.

“AL LLEGAR, NOS contaron que el gobernador de un estado queriendo terminar con una plaga de alacranes, había ofrecido la recompensa de 20 centavos por cada ejemplar macho y 30 por cada hembra, y que muertos fueran entregados en determinad­o puesto, sólo que… tuvo que desistir de su plan.

“¿Y ESO?”

(CONTINUARÁ)

(AAB)

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