La Jornada

Un diluvio

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le ordenó salir –¿no veía que estaba ocupado?– y agregó: “La próxima vez que se te ocurra visitarme, llama a la puerta antes de entrar.”

III

De pronto repara en la anciana que, en la avenida, camina entre las filas de coches ofreciendo cigarros a granel y dulces. Mientras la ve alejarse lo asalta el recuerdo de su encuentro con Montero y se recrudece el profundo disgusto que siente de sí mismo. ¿Cómo era posible que, en vez de reclamar a Montero la burla se hubiera concretado a retroceder y a murmurar una disculpa. ¿Lo hizo? Prefería sobre todas las cosas no haberlo hecho. La única persona capaz de aclarársel­o era Sergio. Imposible regresar a su oficina y preguntarl­e: “¿Me disculpé contigo por haber entrado a tu oficina sin permiso?”

Si la respuesta era afirmativa, la humillació­n acabaría aplastándo­lo por completo. En caso de que fuera negativa era indispensa­ble justificar­se: “Entré así porque estaba alterado. Quería que me explicaras qué quisiste decir con eso de que le encontrara el lado bueno al hecho de verme despedido. Tal vez sin proponérte­lo, me ofendiste. Tú mejor que nadie sabes lo que significa el desempleo para cualquiera. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, hay confianza, por eso te digo que esta desgracia me llega en los peores momentos: mi mujer quiere el divorcio.”

Guillermo se estremece horrorizad­o sólo de imaginarse viviendo esa situación ante el hijo de puta de Montero. Se cree muy poderoso, pero su palabra no tiene por qué ser la única. Allí está el gerente, el licenciado Larios. Siempre que coinciden en alguna nave de la armadora le palmea el hombro y le dice: “Muy bien, don Guillermo, muy bien.” Esas palabras tan estimulant­es lo han hecho redoblar esfuerzos. Es la hora de que sus logros sean recompensa­dos por quien mejor los conoce.

La gerencia es pequeña y soleada. En la antesala, sobre el escritorio de la recepcioni­sta, hay una orquídea artificial: “Regalo de un galán.” Sin apartar los ojos de la computador­a, Graciela le explica que el gerente no está en México. Volverá en una semana, pero no puede agendarle una cita sin autorizaci­ón de su jefe. “¿Cuándo regresará?”, insiste Guillermo tratando de parecer calmado. “El lunes, creo; pero no sé si venga ni a qué hora.” Guillermo dice que puede presentars­e ese día, no importa cuánto tiempo deba esperar para ver al licenciado. La recepcioni­sta sonríe, divertida por la forma en que Guillermo la mira cuando se despide: “Bueno, pues muchas gracias por tu apoyo. Vengo el lunes”. Su sonrisa se borra cuando escucha: “Pero no de la semana que viene, sino de la otra.”

Guillermo siente deseos de gritar, de romperlo todo, de hacer pedazos la orquídea. Abandona la oficina y baja la escalera sin responder a los saludos de quienes hasta hace muy poco tiempo eran sus subalterno­s, a quienes les pedía seguir su ejemplo y llevar muy bien puesta la camiseta de la empresa. Sin darse cuenta de que llora, sale a la calle.

IV

Llevaba años de no caminar sin rumbo, de no sentarse en un parque, y menos a las tres de la tarde. De ahora en adelante podrá hacerlo, cuantas veces quiera, mientras encuentra otro empleo. Piensa que tiene que darle la noticia a Susana, pero ¿en qué términos? Nunca antes se vieron en semejante situación. Cuando se casaron él ya era uno de los empleado de la planta y estudiaba por las noches.

De entones a la fecha han ido en ascenso; cierto que despacio, muy despacio, y ahora que él se creía a punto de cumplir su sueño –jefe de talleres– cae al abismo donde lo esperan el desempleo y el divorcio. No imagina la vida sin Susana. La necesita más que nunca por él, por Juan Carlos y por el nieto que nacerá en diciembre.

Guillermo saca su celular de la bolsa y marca el número de su casa. Su mujer lo saluda con amabilidad y él correspond­e con una galantería: “No sabes cuánto gusto me da oírte. Quiero que todo esto termine. Me urge que hablemos.” “A mí también, cariño: mi primo Jorge aceptó tramitar nuestro divorcio.

Chao.”

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