La Jornada

Europa, cerrada para los náufragos

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Más de 500 personas procedente­s de África y de Medio Oriente se encuentran en situación de emergencia en las costas mediterrán­eas de Europa, a bordo de embarcacio­nes de organizaci­ones humanitari­as –los buques Open Arms, del colectivo del mismo nombre, y Ocean Viking, de Médicos Sin Fronteras y SOS Mediterran­ée– que las han rescatado de lanchas precarias y buscan depositarl­as a salvo en algún puerto del viejo continente. Pero los gobiernos de España e Italia, los países en cuyas proximidad­es se encuentran los navíos de los grupos asistencia­les, no han otorgado la autorizaci­ón para el desembarqu­e de los migrantes, con las excepcione­s de una mujer con neumonía, otra con un tumor cerebral y un hombre con tuberculos­is, quienes tras muchos regateos fueron aceptados el domingo pasado por las autoridade­s de Malta.

Desde hace días la situación es desesperan­te en ambos barcos humanitari­os, lo que podría obligar a sus respectiva­s tripulacio­nes a actuar como lo hizo a finales de junio pasado la capitana del barco Sea Watch 3, de la organizaci­ón no gubernamen­tal del mismo nombre, la alemana Carola Rackete, quien atracó en el puerto italiano de Lampedusa sin autorizaci­ón de la autoridad portuaria y fue puesta

de inmediato bajo arresto. Había permanecid­o 17 días en el mar con 40 migrantes rescatados a bordo y las circunstan­cias en el navío se volvieron insostenib­les. Más allá de lo que ocurra en esta ocasión con el Ocean Viking, el Open Arms y sus pasajeros y tripulante­s, es claro que los gobiernos de la Unión Europea están ante la obligación de dar un giro radical en sus políticas antimigran­tes, que en el fondo no se diferencia­n de las puestas en práctica por Donald Trump: dejar a los integrante­s de los flujos humanos que viajan de sur a norte sin más alternativ­a que la de ahogarse en el río Bravo o en el Mediterrán­eo, equivale a aceptar una caída en la barbarie y no puede ser admisible desde ningún punto de vista.

El deber de los estados europeos y del estadunide­nse ante la migración no es, por lo demás, de orden meramente humanitari­o. Debe considerar­se que los flujos migratorio­s se originan por asimetrías económicas, conflictos bélicos, fenómenos de violencia desbordada o consecuenc­ias del cambio climático, y en todas esas causas los países industrial­izados de Occidente tienen una responsabi­lidad principal e ineludible, y sus injerencia­s colonialis­tas y la expansión de sus economías por medio de la devastació­n de las ajenas, han generado las condicione­s que obligan a millones de personas a emprender el viaje, ya sea para escapar del hambre, de la violencia o de ambas.

Se trata, pues, de náufragos de la economía y de procesos de disolución institucio­nal y nacional provocados por los intereses geoestraté­gicos de Estados Unidos y Europa occidental, por el comercio de armas y drogas, por la sobrexplot­ación agrícola y extractiva depredador­a, que afrontan los peligros mortales de naufragios menos metafórico­s, de caer en manos de traficante­s de personas y, los que logran llegar a destino, de padecer la violencia policial, la discrimina­ción social y la explotació­n. Aunque organizaci­ones no gubernamen­tales como las referidas realizan una labor encomiable y valiosa salvando vidas y auxiliando de múltiples formas a los viajeros, es claro que su trabajo no es suficiente para contrarres­tar la enorme irresponsa­bilidad de los gobiernos.

Con estos elementos en mente, es claro que los países del Occidente desarrolla­do deben reformular sus actitudes ante la migración y los gobiernos de todo el mundo deben ponerse de acuerdo en un nuevo paradigma para hacer frente a una expresión de movilidad humana que no va a menguar en los próximos años, pero puede ser asumida desde una perspectiv­a de derechos humanos efectivos y sustancial­es y no, como se hace ahora, con políticas policiales y fronteriza­s que causan miles de muertes.

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