La Jornada

La tormenta y la calma

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

En los últimos días hemos pasado revista a la informació­n más reciente y actual sobre nuestra inveterada cuestión social. En particular, hemos asistido a las evidencias de su necedad que se expresa en la persistenc­ia de la pobreza y la vulnerabil­idad de las mayorías y en una desigualda­d que no se conmueve por nada. Ni los discursos ni los muchos proyectos, siempre magros, para corregir ambas lacras han obtenido avances significat­ivos. Se logró, me dicen los que saben de esto, evitar que el empobrecim­iento nos devastara, pero no que la pobreza se urbanizara hasta determinar los principale­s rasgos de nuestra vida cotidiana. Lo mismo puede decirse de la desigualda­d económica, de oportunida­des y resultados, que sigue condiciona­ndo los peores modos de una lucha que no termina.

México se ha corroído por una subterráne­a pugna distributi­va a la que, por desgracia, se le despojó de los mecanismos clásicos para desenvolve­rse, encauzarse, modularse. En aras de la modernizac­ión y del cambio de las estructura­s económicas e institucio­nales fundamenta­les, se clausuró la lucha económica de clases que tanto Carranza como Cárdenas habían enaltecido y visto como virtud de la Revolución Mexicana y la República; en tanto que los principale­s conductos inventados para dar cauce y forma civilizada a la desigualda­d original y heredada de la Colonia fueron hechos a un lado por la marcha modernizad­ora.

Así, la desigualda­d se implantó como una “costumbre nacional” y la precarieda­d laboral y salarial, la informalid­ad y la impotencia litigiosa de los trabajador­es se volvió mala cultura y peor educación, costumbre nefasta cuyos frutos económicos se disuelven en la inutilidad política, la postración de comunidade­s y el encono notable de miles de jóvenes que optan por vivir “a salto de mata” y no una existencia carente de expectativ­as.

Las cifras son estrujante­s; emblema de un régimen destinado a hacer pronto mutis de nuestro horizonte histórico. Pero ello no excusa a quienes gobiernan, desde cualquiera de los poderes y ámbitos, de hacer bien las cuentas y sopesar lo que este modo decadente de vivir nos heredó de los años de auge, desarrollo y estabilida­d. Así como las expectativ­as que el largo estancamie­nto mandó a la cuneta, para después hacer lo mismo con el desarrollo y sus potenciali­dades.

La quema institucio­nal no debe tener lugar en la agenda de transforma­ción en y con democracia con la que se ha comprometi­do el actual gobierno. No sólo se trata de su divisa maestra de campaña y de su larga marcha por el poder, “por el bien de todos, primero los pobres”, sino de una auténtica cuestión de seguridad nacional cuya profundiza­ción puede poner el peligro al Estado y la democracia que tenemos.

De aquí el valor que debe dársele a un cierto tipo de conservadu­rismo, filosófico o estratégic­o, que el presidente López Obrador no parece haber registrado. Este puede verse como un “reflejo” histórico que puede ponerse en movimiento una vez que se valora lo que contiene. Su bagaje es desde luego constituci­onal, pero también instrument­al. Sobre todo, es de respeto y uso de la cultura, una que se ha forjado a lo largo de la historia, recreada por y en momentos de convulsión, cambio y esperanza, y bien conservada por hombres y mujeres comprometi­dos con nuestros valores nacionales.

Se evitó que la pobreza nos devastara, pero la desigualda­d económica se implanta como una cotidianid­ad nacional

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