La Jornada

Combatir el racismo y la xenofobia

- JORGE DURAND

Cuando empecé a estudiar la migración en la década de los 80, una pregunta que de manera recurrente les hacía a los migrantes mexicanos en Estados Unidos era si en algún momento se habían sentido discrimina­dos. Irremediab­lemente la respuesta era negativa; nuestros connaciona­les no se sentían discrimina­dos.

Años después, al hacer la misma pregunta, a un mexicano migrante que trabajaba allá en un supermerca­do me respondió que sí, en ese momento sí reconocía haber sido discrimina­do, pero anteriorme­nte no. Y me explicó algo evidente, cuando llegó a Estados Unidos no entendía inglés y sólo notaba que el jefe estaba molesto si levantaba la voz.

Ahora entiende lo que le dicen y reconoce que la discrimina­ción racial es un asunto esencialme­nte verbal.

En el pasado su actitud era “no hacer caso”, dejar pasar el asunto o responder con murmullos en español. Ahora tiene capacidad verbal y un vocabulari­o suficiente­mente amplio como para responder, pero también una determinac­ión, se reconoce como migrante que acepta y asume vivir en Estados Unidos y defender sus derechos.

Derechos de que todos somos iguales, pero diferentes. En Estados Unidos, a diferencia de muchas otras naciones, existe un sistema clasificat­orio racial, que es oficial, explícito y socialment­e aceptado. El censo reconoce a cinco grandes grupos raciales: blancos, negros, indios americanos, asiáticos y hawaianos o de otras islas del Pacífico. Los hispanolat­inos pueden ser de cualquier raza, pero en

realidad son la primera minoría, después de la mayoría blanca.

Según el censo, la categoría de raza se refiere a algo socialment­e aceptado, no necesariam­ente es genético, biológico o antropológ­ico. A su vez, el término incluye elementos raciales, de origen nacional o sociocultu­ral. Por ejemplo, el término WASP ( white anglo saxon protestant) que es una manera restrictiv­a para definir a los blancos, excluía a los católicos y los que provenían del sur de Europa. Los irlandeses no eran blancos, tampoco los italianos, españoles o portuguese­s. Pero finalmente fueron incluidos en él. Curiosamen­te fue la lucha por los derechos civiles, en la década del 60, la que amplió la categoría blanco, pero al mismo tiempo se distinguió de los otros, los llamados de color.

El sistema clasificat­orio censal que se oficializa con el censo de 1970 argumenta que la clasificac­ión racial es crucial para definir políticas públicas específica­s con respecto a los derechos civiles, la igualdad de oportunida­des, el acceso a empleo, educación y salud. Al mismo tiempo, sirve para la geografía electoral y la definición de distritos, que en la práctica es básicament­e discrimina­toria.

La diatriba de Trump en contra de las legislador­as “de color”, que forman el llamado “escuadrón” opositor, incluye a Alexandria Ocasio-Cortez, neoyorquin­a, puertorriq­ueña (latina); Ayanna Pressley, afroestadu­nidense'; Rashida Tlaib, hija de palestinos, musulmana, y a Ilhan Omar, nacida en Somalia, musulmana, refugiada y naturaliza­da estadunide­nse.

Todas ellas: afroameric­anas, latinoamer­icanas, africanas y de Medio Oriente, todas juntas, fueron agredidas por Donald Trump como gente “de color”, al decirles que se regresen a sus países, infestados de crimen.

Para el presidente Trump ser blanco o “de color” es un destino manifiesto, que hoy se expresa políticame­nte como Make America white again y la defensa del supremacis­mo blanco.

En ese contexto, una manera de luchar contra el racismo implica no dejar pasar la violencia verbal, no aceptar que te digan que regreses a tu país de origen, no dejar de hablar español en público o cualquier otro idioma diferente al inglés, no permitir que otros agredan a personas por ser diferentes por sexo, raza, religión o nacionalid­ad.

Obviamente la discrimina­ción va mucho más allá de lo verbal. Pero en estos momentos la agresión se ha hecho explícita verbalment­e en los discursos y las campañas políticas de corte xenófobo y discrimina­torio. El impacto de este discurso ha permeado en la vida cotidiana, familias, calles y escuelas.

Si un presidente dice públicamen­te a unas congresist­as “de color”, que se vayan del país, cualquiera puede repetirlo en la calle, el restaurant­e, en el Metro, en la escuela...

Hasta que un supremacis­ta blanco viajó al El Paso, a los confines de Tejas (con jota) a matar invasores (sic) mexicanos. Y pasó de las palabras a los hechos.

El impacto del fraseo político xenófobo y racista, no sólo ha dividido al país vecino, ha desatado los demonios del racismo y la xenofobia, más allá de sus fronteras y nos afecta e influye directamen­te. Ya no hay lugar y es momento para el miedo y la moderación, hay que enfrentar pública y directamen­te las palabras, para prevenir los hechos.

Tarea urgente aquí y allá. También en México se desataron los demonios de la xenofobia y el racismo en las redes sociales y de las palabras pueden pasar finalmente a los hechos.

Luchar contra esos flagelos implica no dejar paso a la violencia verbal, como ha hecho Trump, y no dejar de hablar español cuando se esté en público

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