La Jornada

Inversión extranjera directa: no todo lo que brilla es oro

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No importa el país que sea, las nuevas administra­ciones de gobierno –y más aún sus oposicione­s– suelen preocupars­e por las perspectiv­as de recibir o no inversión extranjera directa (IED). Con el razonable argumento de que necesitan financiami­ento y tecnología de las naciones más desarrolla­das para consolidar sus propias economías, los gobiernos de los países en vías de desarrollo suelen declarar su disposició­n a recibir capitales foráneos con los brazos abiertos, y a menudo elaboran planes (legislació­n incluida) que facilitan el ingreso de los mismos.

A diferencia de la inversión manufactur­era de procedenci­a externa que sigue una clara tendencia de relocaliza­ción en la que las economías más fuertes migran su producción e inversión a economías más débiles la IED no se enfoca hacia la construcci­ón o fortalecim­iento de la estructura productiva, sino a la obtención de ganancias mediante la especulaci­ón financiera, retirando la mayor parte de sus utilidades. De hecho, se calcula que en México –donde las multinacio­nales que

proveen IED disfrutan de exenciones fiscales, mano de obra barata e infraestuc­tura que ni por equivocaci­ón reciben las empresas locales– esas grandes compañías reinvierte­n sólo un tercio de sus utilidades anuales; el resto, sencillame­nte lo dedican a la especulaci­ón.

De esa manera, las loables declaracio­nes de principio según las cuales la IED genera beneficios para el conjunto de la economía de las zonas receptoras –donde financia empresas locales, ayuda a elevar la competitiv­idad de éstas, abre nuevas posibilida­des en materia de empleo, contribuye a la modernizac­ión tecnológic­a e incrementa la competitiv­idad de la planta productiva nacional– tropiezan contra el sólido muro de una realidad diferente: lo que sin duda se incrementa son los beneficios de la propia empresa; lo demás no está para nada avalado por las cifras.

Por si ese esquema general no fuera suficiente para dudar de las bondades de la IED, una reciente publicació­n del Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) –cuya vocación proempresa­rial no puede ser puesta en duda– advierte que casi 40 por ciento del flujo de capital invertido a escala mundial en esa modalidad, simplement­e no existe. “Fantasma”, es la expresión utilizada por el organismo internacio­nal. En términos numéricos, 15 de los 40 billones de dólares que nominalmen­te se mueven en el mundo con carácter de IED no son tales, y no es aventurado presumir que se trata de una complicada y confusa operación para lavar dinero.

Ya otro documento dado a conocer a fines del año pasado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), enfriaba el entusiasmo de los devotos a rajatabla de la IED. Según el estudio, las pretendida­s ventajas de esta inversión se han vuelto puramente teóricas, sobre todo porque “las transnacio­nales destinan gran parte de su IED a la diversific­acion financiera, al arbitraje tributario, coberturas frente al riesgo y especulaci­ón, (y) no a la reinversió­n de sus utilidades”. No se trata, pues, de una simple fobia ideológica, sino de una serie de hechos respaldado­s por datos duros, y encima dados a conocer por organizaci­ones tan poco sospechabl­es de parcialida­d izquierdis­ta como el FMI y la Cepal.

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