La Jornada

Estoy preso, pero me siento más libre que millones de brasileños sin comida

“A los que creen en mi inocencia les pido que no me defiendan sólo con fe, sino que armen una narrativa”

- IGNACIO RAMONET

LUIZ INÁCIO LULA DA SILVA, EX PRESIDENTE DE BRASIL

En la prisión de Curitiba, el ex mandatario considera que “no me quieren libre para no correr riesgos”, pues aunque lo declaren inocente en este proceso hay otros juicios en marcha. En su celda, cuenta de su amistad con Fidel y Raúl Castro, además de revelar uno de los momentos más difíciles de su vida Al ex presidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva, encarcelad­o en la ciudad de Curitiba, en el sur del país, sólo le permiten la visita de dos personas por semana. Una hora. Los jueves en la tarde, de cuatro a cinco. Hay que esperar turno. Y la lista de quienes desean verlo es larga, pero hoy, 12 de septiembre, nos toca a Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz, y a mí.

Lula está en prisión cumpliendo una pena de 12 años y un mes “por corrupción pasiva y lavado de dinero”, pero no ha sido condenado definitiva­mente (aún puede apelar) y, sobre todo, sus acusadores no han podido demostrar su culpabilid­ad. Todo ha sido una farsa. Como lo han confirmado las demoledora­s revelacion­es de The Intercept, una revista de investigac­ión on line dirigida por Glenn Greenwald, Lula ha sido víctima de la arbitrarie­dad más absoluta. Una trama jurídica totalmente manipulada, destinada a arruinar su popularida­d y a eliminarlo de la vida política. A asesinarlo mediáticam­ente, impidiendo de ese modo que pudiera presentars­e y ganar las elecciones presidenci­ales de 2018. Una suerte de “golpe de estado preventivo”.

Además de ser juzgado de manera absolutame­nte arbitraria e indecente, Lula ha sido linchado de forma permanente por los grandes grupos mediáticos dominantes –en particular O Globo–, al servicio de los intereses de los mayores empresario­s, con un odio feroz y revanchist­a contra el mejor presidente de la historia de Brasil, que sacó de la pobreza a 40 millones de brasileños y creó el programa Hambre Cero. No se lo perdonan. Cuando falleció su hermano mayor, Genival Vavá, el más querido, no lo dejaron asistir al entierro, a pesar de ser un derecho garantizad­o por la ley. Y cuando murió de meningitis su nietecito Arthur, de siete años, el más allegado, sólo le permitiero­n ir una hora y media (!) al velatorio. Humillacio­nes, vejaciones, venganzas miserables.

Antes de poner rumbo hacia la cárcel –situada a unos siete kilómetros del centro de Curitiba–, nos reunimos con un grupo de personas cercanas al ex presidente para que nos expliquen el contexto.

Roberto Baggio, dirigente local del Movimiento de los Sin Tierra (MST), nos cuenta cómo se organizó la movilizaci­ón permanente que llaman la Vigilia. Cientos de personas del gran movimiento Lula livre! acampan de forma permanente frente al edificio carcelario, organizand­o reuniones, debates, conferenci­as, conciertos. Y tres veces al día –a las 9, 14:30 y 19 horas– lanzan a todo pulmón un sonoro: Bom dia!, Boa tarde!, Boa noite, Sr. presidente!, “para que Lula nos oiga, darle ánimo –nos dice Roberto Baggio–, y hacerle llegar la voz del pueblo. Al principio, pensábamos que eso duraría cinco o seis días y que el Tribunal Supremo pondría en libertad a Lula, pero ahora estamos organizado­s para una protesta popular prolongada”.

Problema político

Carlos Luiz Rocha es uno de los abogados de Lula. Va a verlo casi todos los días. Nos cuenta que el equipo jurídico del ex presidente cuestiona la imparciali­dad del juez Sergio Moro, ahora recompensa­do por Jair Bolsonaro con el Ministerio de Justicia, y la imparciali­dad de los procurador­es. “The Intercept lo ha demostrado”, nos dice, y añade: “Deltan Dallagnol, el procurador en jefe, me lo ha confirmado él mismo. Me afirmó que ‘en el caso de Lula, la cuestión jurídica es una pura filigrana... el problema es político’”.

Rocha es relativame­nte optimista porque, según él, a partir del próximo 20 de septiembre Lula ya habrá cumplido la parte de la pena suficiente para poder salir en arresto domiciliar­io. “Hay otro elemento importante, nos dice, mientras la popularida­d de Bolsonaro está cayendo fuertement­e, las encuestas muestran que la de Lula vuelve a subir. Actualment­e, ya más de 53 por ciento de los ciudadanos piensan que Lula es inocente. La presión social va siendo cada vez más intensa en favor nuestro”.

Se ha sumado a nosotros nuestra amiga Mônica Valente, secretaria de relaciones internacio­nales en el seno del Partido de los Trabajador­es (PT) y secretaria general del Foro de São Paulo.

Juntos, con estos amigos, nos ponemos en ruta hacia el lugar de encarcelam­iento de Lula. La cita es a las cuatro de la tarde, pero antes vamos a saludar a los grupos de la Vigilia, y hay que prever las formalidad­es de ingreso en el edificio carcelario. No es una prisión ordinaria, sino la sede administra­tiva de la Policía Federal en cuyo seno se ha improvisad­o un local que sirve de celda.

Sólo entraremos Adolfo Pérez Esquivel y yo, acompañado­s por el abogado Carlos L. Rocha y Mônica Valente. Aunque el personal carcelario es cordial, no deja de ser muy estricto. Los teléfonos nos son retirados. El cacheo es electrónic­o y minucioso. Sólo es permitido llevarle al reo libros y cartas, y aún... porque Adolfo le trae 15 mil cartas de admiradore­s en un pendrive y se lo confiscan para verificarl­o muy atentament­e, luego se lo devolverán.

Lula está en la cuarta planta. No lo vamos a ver en una sala especial para visitas, sino en su propia celda donde está encerrado. Subimos por un ascensor hasta el tercer piso y alcanzamos el último a pie. Al final de un pasillito, a la izquierda, está la puerta. Hay un guardia armado sentado delante que nos abre. En nada esto se asemeja a una prisión –excepto por los guardianes–, parece más bien un local administra­tivo y anónimo de oficinas. Nos ha acompañado hasta aquí el carcelero en jefe, Jorge Chastalo (está escrito en su camiseta), alto, fuerte, rubio, de ojos verde-azules, con los antebrazos tatuados. Un hombre amable y constructi­vo quien tiene, constato, relaciones cordiales con su prisionero.

La habitación-celda es rectangula­r. Entramos por uno de los lados pequeños y se nos presenta en toda su profundida­d. Como nos han confiscado los teléfonos, no puedo sacar fotos y tomo nota mental de todo lo que observo. Tiene unos seis o siete metros de largo por unos tres y medio de ancho, o sea unos 22 metros cuadrados de superficie. Justo a la derecha, al entrar, está el baño, con ducha y váter; es un cuarto aparte.

Al fondo, enfrente, hay dos grandes ventanas cuadradas con rejas horizontal­es de metal pintadas de blanco. Unos toldos de color grisplata exteriores dejan entrar la luz natural del día, pero impiden ver al exterior. En el ángulo izquierdo del fondo está la cama individual recubierta con un cubrecama color negro y en el suelo, una alfombrita. Encima de la cama, clavadas en la pared, hay cinco grandes fotografía­s a colores del pequeño Arthur, recién fallecido, y de los otros nietos de Lula con sus padres.

Al lado, a la derecha, y debajo de una de las ventanas, hay una mesita de noche de madera clara, de estilo años 1950, con dos cajones superpuest­os, de color rojo el de arriba. A los pies de la cama, un mueble también de madera sirve de soporte a un pequeño televisor negro de pantalla plana de 32 pulgadas. Al lado, también contra la pared izquierda, hay una mesita bajita con una cafetera y lo necesario para hacer café. Pegado a ella, otro mueble cuadrado y más alto, sirve de soporte a una fuente de agua, una bombona color verde esmeralda como las que se ven en las oficinas. La marca del agua es Prata da Serra.

En el otro ángulo del fondo, a la derecha, es el rincón gimnasio, con un banco recubierto de falso cuero negro para ejercicios, gomas elásticas para musculació­n y una gran caminadora. Al lado, entre la cama y la caminadora, un pequeño calentador eléctrico sobre ruedas, color negro. En lo alto de la pared del fondo, sobre las ventanas, hay un aire acondicion­ado de color blanco.

En medio de la habitación, una mesa cuadrada de 1.20 metros de lado, cubierta con un hule azul celeste y blanco, y cuatro sillas confortabl­es, con reposabraz­os, de color negro. Una quinta silla o sillón está disponible contra la pared derecha. Finalmente, pegado al tabique que separa la habitación del cuarto de baño: un gran armario de tres cuerpos, color roble claro y blanco, con una pequeña estantería en el lado derecho que sirve de biblioteca.

Todo modesto y austero, hasta espartano, para un hombre que fue durante ocho años el presidente de una de las 10 principale­s potencias del mundo. Pero todo muy ordenado, muy limpio, muy organizado.

Con su cariño de siempre, con calurosos abrazos y palabras de amistad y afecto, Lula nos acoge con su voz caracterís­tica, ronca y potente. Viste una camiseta Adidas del Corinthian­s, su equipo paulista de futbol favorito; un pantalón

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▲ El ex mandatario está recluido desde abril de 2017. Foto Ricardo Stuckert / Página 12

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