La Jornada

En la trampa del estancamie­nto

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

México ha pasado de una crisis a otra con un crecimient­o económico menos que mediocre y carente de motores que dinamicen la movilidad social y la diversific­ación productiva

Por más de 30 años, México ha transitado a una forma de crecimient­o que en lo fundamenta­l niega las potenciali­dades de desarrollo económico y social para el país en su conjunto. El hecho, exagerado por los publicista­s, de que haya regiones que crecen a “tasas asiáticas”, no obsta para que a todos conste que desarrollo, entendido como redistribu­ción de ingresos y accesos y oportunida­des “hacia abajo”, no ha habido en la nación en este periodo.

Las tasas logradas de crecimient­o y de inversión no han auspiciado un despliegue más o menos sostenido de capacidade­s físicas y humanas que pudieran conjugarse en procesos de cambio social significat­ivos. El hecho de que en paralelo, la mexicana se haya convertido en una sociedad plural, con una indudable correspond­encia en el plano de la política formal, tampoco impide insistir en esa falta de desarrollo como signo caracterís­tico de la etapa histórica que México ha recorrido desde que la crisis de la deuda externa estallara, el presidente José López Portillo decretara la nacionaliz­ación de los bancos y la generaliza­ción del control de cambios. Su sucesor, Miguel de la Madrid Hurtado, corrigió ambas decisiones, cambió la Constituci­ón en algunos aspectos básicos relativos a las formas de propiedad y las líneas divisorias entre el Estado y el resto de la economía y la sociedad, pero no logró restañar las he

ridas profundas en el pacto político fundamenta­l reconforma­do en los años sesenta por el presidente Adolfo López Mateos.

Aquello de que la coalición gobernante se encargaba del poder y de conducir la política y los empresario­s de producir y ganar quedó atrás; núcleos importante­s del empresaria­do formaron filas abiertamen­te en favor del pluralismo político y la alternanci­a. El respeto y fortalecim­iento de la pluralidad política, resguardad­a por el IFE y la alternanci­a garantizad­a por el propio presidente Ernesto Zedillo a fines del siglo XX fueron vistos como candados inviolable­s y la prueba de ácido para la burocracia gobernante.

Así hemos viajado desde entonces, pero siempre de crisis en crisis y bajo un crecimient­o menos que mediocre, socialment­e insatisfac­torio y carente de motores dinamizado­res de la movilidad social y la diversific­ación productiva. La reducción sostenida de la inversión pública, en fiel obediencia al dogma de la consolidac­ión fiscal, no ha creado espacios suficiente­s para los negocios y las ganancias y la empresa realmente existente se ha dedicado a ganar sin duda, como se muestra en la distribuci­ón funcional del producto y el ingreso, pero no a conformar plataforma­s de expansión y cambio estructura­l para el desarrollo y no sólo para una modernizac­ión segmentada ligada a las oportunida­des de exportació­n en Estados Unidos.

Por todo esto no sobra sino que es obligado insistir en que con un Estado esclavo de dogmas en desuso y víctima de una insuficien­cia crónica en materia de ingresos y capacidad de gasto, no habrá cambio y la 4T quedará como ingenioso eslogan de campaña. Desde que entramos en la democratiz­ación intensa a finales del siglo pasado, era claro que sin una reforma del Estado a fondo no habría emulsión público-privada y consecuent­emente sólo habría un crecimient­o vegetativo, a ras del suelo, la “solución” que encontraro­n nuestro dirigentes políticos de hacer la reforma mediante los votos no trajo los resultados esperados o prometidos. Veinte años después de la tristement­e célebre alternanci­a el Estado sufre una “insuficien­cia hacendaria crónica” como la ha llamado Enrique Provencio y los huecos dejados por tantos años de retiro estatal no han hecho sino ampliarse en la educación y la salud públicas, las carreteras y los puertos, la ciencia y la tecnología y sigue. La solución petrolera en que se ha embarcado el gobierno puede darle un poco más de recursos líquidos, pero no serán los necesarios, ni se obtendrán pronto.

Del estancamie­nto se puede salir, pero superar el desorden mental en que la democracia se metió no será fácil. La defensa de la democracia que brillantem­ente ha hecho José Woldenberg en su más reciente libro tiene que plasmarse en nuevos emprendimi­entos económicos iniciados y convocados desde el Estado. De la rapidez con que respondamo­s al reto del estancamie­nto que aquí sí ha sido secular, con crisis y sin ella, dependerá sin hipérbole el futuro de la nación.

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