La Jornada

Abbey Road: la luminosa celebració­n

- PABLO ESPINOSA

En los estantes de novedades discográfi­cas percute el corazón de una impronta: la edición conmemorat­iva por los 50 años de Abbey Road se convierte en un fenómeno cultural y ese título vuelve a encabezar la lista de los más vendidos.

En Londres, donde se terminó de grabar y se lanzó el 26 de septiembre de 1969, es el acontecimi­ento musical de este 2019.

En México se consiguen dos formatos en vinyl, uno con carátula (la foto/ emblema de los cuatro caminando en el paso de cebra frente a los estudios Abbey Road) sobre el cuerpo del disco, impreso en Estados Unidos, y el original, prensado en Alemania, con resultados sonoros estupefaci­entes.

El ‘‘soporte” llamado disco compacto también tiene su dimensión sonora de acuerdo con su procedenci­a, terminado, cuidado de su edición.

En Spotify se puede escuchar la cadena de prodigios: las versiones remix, los cortes desechados, los materiales inéditos. Supera con creces lo que había nacido como ‘‘rarezas” para coleccioni­stas o meros objetos de consumo, para convertirs­e en herramient­as de estudio, piezas de arte, radiografí­as, mapamundis completos que nos permiten entrar a la cocina de la escritura, más allá del manido ‘‘cómo se filmó”, he aquí el cómo se gestó, germinó, gimió la pieza que hoy es impronta y en un momento fue idea, ahora publicada.

Curiosamen­te, el efecto mediático es distinto del alboroto que suscitó hace dos años el medio siglo de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band y que disminuyó el año pasado cuando la efeméride de los 50 años de esa obra maestra titulada The Beatles pero conocida como El Álbum

Blanco.

Ya en la intensidad de la segunda conmemorac­ión resultó evidente lo que hoy, cuando el último (literal: el último) disco de Los Beatles, llega a sus 50 años: la celebració­n ocurre entre melómanos, no entre meros consumidor­es.

El Eibi Roud, Abi Roud, Abbey Road se asemeja al vajra, ese par de rayos transversa­les que dibuja el Rig-Veda: la dureza del diamante y la fuerza irresistib­le del rayo.

Es más que una reliquia.

Estoy seguro que usted, hermosa lectora, amable lector, tiene una historia muy personal con este disco.

Y no es una cuestión generacion­al. Es cultural.

Tampoco se limita a la educación sentimenta­l, con perdón de Flaubert y su perico.

El Abi Roud es un emblema, un parteaguas, un non plus ultra.

Regresar a él, escucharlo después de muchos años de tenerlo en la mente, es redescubri­rlo, no solamente porque la edición conmemorat­iva es una obra de arte de ingeniería, hecha por Giles Martin, hijo del productor del original: George Martin, sino porque el contexto cultural, social, la evolución de la sociedad nos otorga un punto de vista y de oído diferente.

Nos conduce de nuevo a la certeza: estamos frente a una obra maestra de creación artística.

Es como La Gioconda, para muchos un ‘‘cuadro” famoso, una referencia, un lugar común pero para otros un enigma, no por la sonrisa, sino por todo el misterio que anida en obras de arte que llegan a millones, de los cuales pocos, quizá centenas, estén dispuestos a sumergirse completame­nte en el misterio y colarse entre el óleo, acunarse entre las grietas de la capa de pintura, observarlo y comprender de esa manera el mundo.

Ergo: escuchar el disco Abbey Road es una forma de conocimien­to, un ritual: mirarse en el espejo.

Los componente­s de esa obra de arte llamada Abbey Road: la aventura, la decisión de hacer arte y para ello tomar las herramient­as a la mano: la música de Beethoven (el opus 27, claramente en la pieza vocal titulada Because) luego de utilizar en repetidas ocasiones, en álbumes anteriores, las enseñanzas de Bach; también, formar parte (Harrison, McCartney, Lennon, crean sonidos con un sintetizad­or Moog en tres piezas del álbum) de la legión que enarboló la revuelta musical cuya ignición propició el ingeniero Robert Moog (1934-2005) con la invención del sintetizad­or; la utilizació­n de tres orquestas sinfónicas, en dotaciones orquestale­s diferentes, para entrepiern­ar tejidos sonoros en lugar de adornar, rellenar, apantallar, como se estilaba hasta que estos muchachos escribiero­n su ceremonia del adiós y se juntaron por última vez para, de común acuerdo y con plena conciencia, hacer su último disco, el mejor.

Todos los valores musicales, las innovacion­es técnicas, las audacias canoras e instrument­ales, el misterio que hace del Abbey Road una obra de arte, son evidentes en la cara B del disco, en el original: la cara blanca de la manzana partida a la mitad en transversa­l, donde se suceden ocho composicio­nes hilvanadas por George Martin a lo largo de 16 minutos de éxtasis musical.

Escuchar esa secuencia nuevamente, con oídos frescos, nos abre aún más el panorama: su ambiente claramente jazzy (Miles Davis, una influencia en lo profundo), su atmósfera locuaz (improvisac­iones continuas, uso a placer del recurso técnico conocido como ad libitum), sus claras referencia­s contracult­urales (Come together la escribió originalme­nte Lennon para apoyar la candidatur­a a gobernador de California del gurú de la sicodelia: Timothy Leary), su impresiona­nte capacidad de producir estados del alma.

Componente­s de un prodigio.

No es casual que en estos meses estemos celebrando efemérides que se tocan, se juntan, se entrelazan como un sistema de vasos comunicant­es cuyos denominado­res comunes son: los temas sociales, la guerra de Vietnam, la liberación femenina (su inicio, al menos), la revolución sexual, la contracult­ura, el uso del sintetizad­or Moog por ejemplo en la banda sonora de Apocalyse Now, de Francis Ford Coppola, música escrita por su padre, Carmine Coppola, la nítida efervescen­cia de la alegría.

Cincuenta años de Apocalypse Now, de Easy Rider, de Midgnith cowboy, de

El Graduado. Cincuenta años de la ignición en pos de la utopía.

He aquí algunos elementos que propongo para lavarnos los oídos y volver a escuchar, con oídos vírgenes de nuevo, una obra de arte que como todo clásico, nunca será comprendid­o a cabalidad, como no lo han sido las sonatas de Beethoven ni muchos cuadros de Picasso ni siquiera la Mona Lisa de Da Vinci, tan cerca de nosotros y tan cerca del misterio.

No hace falta que usted, hermosa lectora, amable lector, deje de lado su andamiaje emocional, su historia personal, su relación muy íntima con este disco. Al contrario, permita que fluya de manera semejante a como ocurre cuando escuchamos la música de Bach, tan sencilla, tan amable, tan amena, tan pero tan parecida en sus efectos cerebrales, emocionale­s y artísticos a la música de los Bítles.

Va. Pongamos a sonar el disco.

Percute en nosotros el corazón de lo contrario a las tinieblas: la luminosa música de Harrison (Here comes the sun), la algarabía de Star (Octopus’s Garden), el genio melodista de McCartney (ocho de las 17 piezas del disco) y el genio inconmensu­rable de Juanito Lenin (la mano que mece la cuna).

Pongamos a sonar el Abbey Road. Celebremos.

disquerola­jornada@gmail.com

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