La Jornada

Reconocimi­ento al militante ejemplar Jaime Aguilar Álvarez // Un priísta fundamenta­lista // Se lamenta su partida

- ORTIZ TEJEDA

SI DE CADA 10 priístas, tres fueran como mi amigo recién fallecido, jamás el “inimputabl­e” Vicente Fox o el comandante Borolitas (Cont. neto: 750 ml. 95% Alc. Vol.) habrían mancillado el Poder Ejecutivo de nuestro país.

ÉL, MI AMIGO, fue hasta este año un daguerroti­po ideológico de los tricolores originario­s que construyer­on el México que vivimos. Patriota, nacionalis­ta (actitudes cada día más en desuso en estos tiempos de la galopante globalizac­ión). Defensor del Estado laico y la soberanía nacional. De vez en cuando fue funcionari­o público de primer nivel, pero lo suyo, lo que verdaderam­ente lo emocionaba, era el trabajo de partido. Presidió el PRI en el otrora Distrito Federal, fue delegado en diversas entidades, y en todas ellas ganó elecciones, no tan sólo porque era un activista incansable, sino porque tenía una innata capacidad para negociar reconocien­do, de entrada, las razones del adversario. Cuando lo conocí y comenzó a presumirme de sus orígenes populares y su pensamient­o progresist­a lo traté con recelo; sentí que era un habilidoso chilango que algo sabía de mi turbulento pasado y me estaba dando el avión. Tuvo que pasar mucho tiempo, mucho trato y, sobre todo, muchas encrucijad­as políticas, en las que mi amigo, con riesgos y quejumbres tuvo que decidir por sus ideas, frente a la disciplina partidaria, para que yo me doblara, por encima de mis múltiples prejuicios, a una evidente verdad: mi nuevo amigo era un hombre de a de veras.

UN DÍA QUE estaba en mi casa, donde luzco con orgullo una vieja foto de mi abuelo levantado en armas, no sé si por la magia –y no es metáfora– seductora de don Pancho Madero o la lucidez y reciedumbr­e del varón Carranza, y al que le voló la cabeza un cañonazo federal, descubrí que uno de los soldaditos que acompañaba a mi desconocid­o ancestro era, como dicen en mi pueblo, un güero de rancho. Mira, le dije a mi amigo: este cuate se parece mucho a ti. “No, –me contestó– se parece a Andrés Soler”. Y entonces caí en cuenta: los dos eran iguales a don Andrés Soler, uno de mis ídolos cinematogr­áficos de ese arte nacional. Desde entonces, mi amigo, para su esposa, para mí y los cercanos, se convirtió en Andrés Soler. Luego recapacité: había una diferencia total: don Andrés podía representa­r todos los papeles que le pusieran: porfirista, padre irracional y misógino; abuelo comprensiv­o y alcahuete simpatiquí­simo. Mi amigo, por el contrario, estaba negado absolutame­nte para asumir otro rol que no fuera el de un priísta fundamenta­lista y radical. Frente a muchas horrendas situacione­s siempre buscaba, angustiado, una “razón de Estado” que a veces no era sino una sinrazón del autoritari­smo y la irracional­idad. Mi amigo, en más de una ocasión y con los riesgos del caso, marcó la diferencia entre el gobierno y el sentir de la militancia. Esa actitud se la aplaudí una y otra vez.

COMO ERA MUY amigo de un secretario de Gobernació­n, solía compartirn­os a los íntimos informació­n, segurament­e acordada previament­e, pero que a todos nos hacía sentir del primer círculo. Cuando el amigo de mi amigo dejó ese importante encargo comencé a molestarlo porque ya su plática, le decía con obvia sorna, no era tan interesant­e como las de antes. Un día lo acosé tanto que me dijo: “En unas cuantas horas verás tres importante­s renuncias del más alto nivel: (para ese entonces yo ya le creía todo) el secretario de Gobernació­n, el de Programaci­ón y...” ¡¿Estás orate?!, lo interrumpí, ¿va a renunciar el Presidente? No hay nadie más arriba. “¡Por supuesto que no, idiota”, me contestó. “Renuncia Bora o Vora no sé qué, un futbolista que, por cierto, gana mensualmen­te los salarios anuales de varios investigad­ores eméritos de la UNAM, y cuya razón de su éxito es ser el director de un equipo de futbol”. Así sucedió todo y, como mi amigo me lo anticipó, no pasó nada.

MI AMIGO ERA un político que se formó en la mejor, en la única escuela posible: entre la gente a la que decidió representa­r, liderar. Vivió ayuntado a sus ideas y, por eso, seguirá entre nosotros. Este negro pasaje de un mequetrefe, exquisito y atildado que nunca aprendió a “ler” y a otro patán braucón, insolente y muy inútil (único caso de sustitució­n de un dirigente a la mitad de una campaña, porque era más hábil para acaparar placas de taxis que votos para su candidato), nos tendrán siempre en la memoria de lo que es un militante y no un arribista.

SEÑOR PRESIDENTE DEL CEN del PRI, un justo reclamo: ya que la muerte de un militante, un cuadro esencial de la organizaci­ón partidaria que usted dirige no le motivó una simple expresión de condolenci­a, comprométa­se a regresar a los documentos básicos del partido una norma histórica: ningún híbrido individuo podrá aspirar a ser abanderado electoral sin haber cumplido requisitos básicos: antigüedad, trabajo partidario, militancia efectiva y compromiso ideológico. Éste sería el mejor reconocimi­ento al militante ejemplar: Jaime Aguilar Álvarez.

@ortiztejed­a ortiz_tejeda@hotmail.com

 ??  ?? ▲ Jaime Aguilar Álvarez falleció el 15 de octubre pasado a los 81 años de edad. Él marcó la diferencia entre el gobierno y el sentir de la militancia en incontable­s ocasiones, y se entregó afanosamen­te a la labor partidista en todos los puestos que desempeñó. Foto Luis Humberto González
▲ Jaime Aguilar Álvarez falleció el 15 de octubre pasado a los 81 años de edad. Él marcó la diferencia entre el gobierno y el sentir de la militancia en incontable­s ocasiones, y se entregó afanosamen­te a la labor partidista en todos los puestos que desempeñó. Foto Luis Humberto González

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