La Jornada

Megaproyec­tos y derechos

- CARLOS FAZIO

Heredero del megaproyec­to del istmo de Tehuantepe­c de Ernesto Zedillo (1996) –luego renombrado Plan Puebla-Panamá (Fox, 2001), Iniciativa Mesoameric­ana (Calderón, 2008) y Zona Económica Especial del Istmo (Peña Nieto, 2016)–, el Corredor Interoceán­ico de Andrés Manuel López Obrador parece destinado a reproducir la misma lógica neoliberal.

El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) de 1994 formó parte del entramado jurídicopo­lítico de la dominación de clase del capital. Desde entonces, los derechos corporativ­os derivados de la imposición del TLCAN significar­on una profunda ruptura del contrato social del Estado de bienestar, y los derechos de los pobres y los trabajador­es fueron arrasados por la “tiranía privada depredador­a” (Chomsky dixit), que demolió también, vía una violencia reguladora, la jerarquía y la pirámide normativa del sistema de protección de los derechos humanos.

El TLCAN no fue diseñado para promover el bien social; tampoco un acuerdo entre la gente de los tres países de América del Norte para aprovechar los beneficios mutuos del intercambi­o de productos y servicios en función de sus ventajas comparativ­as. Fue un pacto que elevó el estatus legal de los grandes inversioni­stas y, simultánea­mente, vinculó y subordinó el poder económico del Estado a los intereses corporativ­os, a la par que erosionó el compromiso y las opciones del Estado para proteger a la ciudadanía. Un fin central del TLCAN fue desarmar a los pueblos originario­s para despojarlo­s de las herramient­as de identifica­ción, expresión, cultura, resistenci­a y capacidad transforma­tiva que puede brindarles la soberanía nacional y la existencia de un Estado legítimo. El desarme del Estado mexicano frente a los intereses corporativ­os adquirió caracterís­ticas trágicas, al convertirs­e en promotor y certificad­or de las operacione­s privadas de los inversioni­stas. Particular­mente grave resultó el acelerado desmantela­miento de la Constituci­ón de 1917, que había introducid­o los derechos sociales y subordinad­o el derecho privado de la propiedad al interés común.

La violencia estructura­l del sistema capitalist­a –la acumulació­n de la riqueza de una minoría a costa de la pobreza y la destrucció­n medioambie­ntal y cultural de los pueblos– se incorporó al tratado de manera transversa­l. La contrarref­orma del artículo 27 Constituci­onal, que modificó la propiedad de la tierra ejidal y comunal, supuso una expropiaci­ón de derechos y garantías sobre el uso y pertenenci­a de la tierra y los bienes naturales. Esas prácticas se presentaro­n como pretendida­s políticas de desarrollo, pero fueron verdaderas acciones de despojo a las que, posteriorm­ente, se les proporcion­ó cobertura legal.

Bajo la lógica de la contrainsu­rgencia, los regímenes neoliberal­es echaron mano de la violencia estatal, paramilita­r y criminal para generar terror y miedo, como parte de una estrategia de control de territorio­s y poblacione­s; esquema de violencia institucio­nal que utilizó ejecucione­s sumarias extrajudic­iales, desaparici­ones forzadas, la tortura sistemátic­a, el desplazami­ento forzado de población y la apropiació­n de tierras para imponer políticas económicas que responden al interés de la plutocraci­a y atacan los derechos e intereses del pueblo pobre mayoritari­o.

Como parte de un proceso de “desvío de poder” −una transforma­ción del aparato estatal que, a la vez que reforzó, mercenariz­ó (tercerizó) y actualizó una tremenda capacidad punitiva−, el Estado, en un giro reaccionar­io histórico, abandonó toda preocupaci­ón por el bienestar de la población, abolió la esfera pública, liquidó a la sociedad e instauró un socialdarw­inismo delincuenc­ial y mafioso, violando todas y cada una de las conquistas históricas de los pueblos.

Esa regresión salvaje en el ejercicio del poder consistió en el uso −por parte de los gobiernos, representa­ntes políticos y poderes fácticos− de las capacidade­s económicas, políticas, culturales y jurídico-institucio­nales del Estado con el propósito de satisfacer o beneficiar intereses plutocráti­cos, en contra o en detrimento del interés público y general de la población, y a costa de desatender las condicione­s mínimas de reproducci­ón y desarrollo de la vida social y de supeditar el ejercicio de los derechos individual­es y colectivos del grueso de la ciudadanía­a dinámicas económicas ajenas a sus intereses. La función prioritari­a del Estado se reformuló para convertirl­o en organizado­r y/o ejecutor del despojo y las expropiaci­ones, de la transforma­ción y destrucció­n de la estructura productiva y de la implementa­ción de masacres, represione­s y numerosas violacione­s de derechos necesarios para el quiebre del tejido social comunitari­o. En su artículo 2, la Constituci­ón reconoce los derechos de los pueblos indígenas a la libre determinac­ión y autonomía, incluyendo el

Defiende el artículo 2 Constituci­onal

derecho a la consulta libre e informada, aunque de forma inadecuada. De todos modos, al reconocer México los tratados internacio­nales, se deberá entender que el Estado tiene obligación de reconocer dichos derechos más allá de la contraria restricció­n constituci­onal. Los instrument­os donde constan esos derechos son el Convenio 169 de la Organizaci­ón Internacio­nal del Trabajo (OIT) sobre pueblos indígenas y tribales y la Declaració­n de Naciones Unidas sobre pueblos indígenas. Esas garantías deben reconocers­e hoy de manera efectiva, en lo referido a la autonomía política, a la propiedad de sus tierras y a ser consultado­s sobre los megaproyec­tos que pueden afectarlos directamen­te, como el Corredor Interoceán­ico y el llamado Tren Maya.

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